viernes, 27 de noviembre de 2015

Afinar el cerebro, ¿ciencia o arte?

Hace poco, en otro post, hablaba sobre los psicofármacos y la psicoterapia, y sobre el papel de cada uno de ellos dentro del tratamiento de los problemas de salud mental. Todos tenemos claro lo que es una pastilla: una cosita pequeña que cuando te la tomas se "disuelve" en el estómago, pasa a la sangre y hace lo que tenga que hacer allá donde esté el problema en nuestro cuerpo, en este caso en el cerebro. Si preguntamos a un auditorio no habrá gran variabilidad de opiniones al respecto de cómo funciona la cosa. Sin embargo, cuando hablamos de psicoterapia la cosa se vuelve un poco menos concreta. Aunque hay muchos estilos y corrientes dentro de la psicoterapia, salvo que uno tenga una experiencia personal más cercana, la idea que tenemos de ella suele estar bastante influenciada por lo que hemos visto en la gran pantalla:


Cuando uno ve escenas como ésta e intenta explicar qué está pasando y por qué lo que está pasando puede ser terapéutico, la explicación se vuelve más difícil y más difusa... menos intuitiva. Es fácil creer que una pastilla va al cerebro y tiene una acción concreta allí; y, en contrapartida, parece que para explicar cómo funciona esto de la terapia hay que entrar en el terreno de la filosofía, la mística o el "acto de fe"; como que resulta difícil de explicar desde los parámetros científicos de la pastilla. Sin embargo, cuando uno se adentra un poco más en el tema empieza a darse cuenta de que la pastilla y la terapia tienen más en común de lo que parece, sólo que una entra en la persona por vía oral y la otra por vías un poquito diferentes. A estas alturas del siglo XXI los científicos saben ya unas cuantas cosas del sistema nervioso, y esto nos va permitiendo también entender cómo funciona la psicoterapia que, aunque tiene mucho de arte, también tiene mucho de ciencia. La pregunta, entonces, sería: ¿en qué se parecen una pastilla y una sesión de psicoterapia? En que las dos actúan sobre el cerebro. Para entender mejor esto, dos pinceladas rápidas de neurociencia para doomies: 

Para entender el cerebro, vamos a dividirlo en tres partes, como se ve en esta foto:


Si hacemos un recorrido por el orden en el que aparecieron en la evolución de las especies, la parte que está más abajo es el cerebro reptiliano, y esta parte controla las funciones vitales (el ritmo cardíaco, la respiración...) y los instintos (hambre, sueño...). Un poquito más arriba tenemos el sistema límbico, que es el que se ocupa de las emociones (que recordemos que son como "señales", con un importante correlato corporal, que nos informan de cómo "nos sienta" lo que nos ocurre y sirven para orientar nuestras acciones); y, aún más arriba, tenemos la corteza cerebral, de donde salen los pensamientos, la planificación y todas las funciones más complejas. Así como el sistema límbico (en su forma medianamente desarrollada) está reservado sólo a los seres que se encuentran en la escalera de la evolución de mamífero para arriba, el neocórtex o corteza cerebral lo encontramos sólo de primates para arriba.  Dentro de la corteza hay una zona especialmente interesante para el tema que nos ocupa, y cuyo máximo desarrollo es patrimonio exclusivo de la especie humana: la corteza prefrontal.


En ella, concretamente en la corteza prefrontal medial, residen nuestras capacidades más complejas: el pensamiento abstracto, la metacognición (pensar sobre lo que pienso), la identidad personal, la ética... Otra función muy importante que tiene esta zona es la de supervisar los procesos que suceden en las otras regiones y armonizarlos. Así, por ejemplo, aunque mi cerebro reptiliano y límbico me digan que me coma el octavo bombón de la tarde, mi corteza prefrontal me manda un mensaje de "ya es suficiente, no comas más". O si voy en el metro y mi cerebro reptiliano me dice que el chico que está sentado en el asiento de enfrente me atrae terriblemente, pero mi neocórtex me recuerda que tengo una pareja en casa y que uno de mis valores es la fidelidad, la corteza prefrontal armonizará todo eso y hará que no salte al cuello de mi compañero de vagón; y que eso, además, no me suponga ningún drama a nivel emocional. Y todo ello en pro de nuestra supervivencia, nuestra adaptación, la satisfacción de nuestras necesidades y nuestro mayor nivel posible de bienestar. No es poca cosa, no...

Sin embargo, cuando las  tres zonas están "desarmonizadas", la persona suena como un concierto en el que cada uno va por su lado, o en el que los músicos se hubieran olvidado de afinar los instrumentos. Un desastre, vaya. Pensamientos disparados, emociones desbordadas, instintos dominando la situación. Malestar instalado, tristeza crónica... incluso ciertos problemas cardiovasculares se ha demostrado ya que tienen ciertos rasgos de personalidad y estados emocionales como factores de riesgo.

La psicoterapia trabaja en la integración de estas tres zonas del cerebro, trata de contribuir a armonizarlas de nuevo, intenta ayudar a la corteza prefrontal a que haga su trabajo armonizador. Cuando tenemos un "insight", palabreja que usan los psicólogos para denominar ese "caer en la cuenta de algo" (que es lo que se busca que suceda en terapia), lo que ha pasado es que hemos hecho nuevas conexiones neuronales, hemos conectado "esto" con "aquello", nos hacemos conscientes de algo que estaba ahí, pero no terminábamos de ver; y esta nueva información cambia nuestro panorama. Hace tiempo que sabemos que la terapia produce cambios a nivel neuronal. Esta capacidad del cerebro de realizar nuevas conexiones se llama neuroplasticidad. En terapia usamos todos los medios a nuestro alcance para ayudar a la corteza prefrontal a integrar pensamientos, emociones, funciones corporales. Ayudamos al cerebro y, como consecuencia, a todo el resto del cuerpo (ya que estamos tocando la CPU, "el disco duro" del cuerpo) a funcionar mejor. Como la pastilla, sólo que con menos riesgo de efectos colaterales en otros órganos y con un efecto bastante más duradero.

La pastilla sólo entra por la boca. La terapia entra de diversas formas. Una vez más, Robin Williams nos ayuda en nuestra explicación:



El profesor Keating hace vivir a los chicos una experiencia muy física, muy corporal, que les va a provocar emociones y que acompaña de una estimulación del pensamiento. Ayuda a que se produzca ese "insight", ese "darse cuenta" que cambiará sus perspectivas y les dará nuevas claves para situarse en el mundo de ahora en adelante. Este profesor, a su modo, está haciendo una sesión de terapia.Y está trabajando con el cerebro. 

Así visto, alguno se desilusionará, y hasta se enfadará, y hasta podría acusarme de biologicista. Pero es que todo esto no le quita una chispa ni de magia ni de misterio al hecho de que un contacto directo entre seres humanos, como lo es la terapia, resulte curativo. Y es que una de las cosas que necesita el cerebro en general y el sistema límbico en particular para funcionar bien es un entorno estable y seguro y relaciones personales cálidas y afectuosas... como debería ser la relación entre paciente y terapeuta. Y, además, por más que todos los seres humanos tengan manos, no hay dos manos iguales, ni sentimos lo mismo en el contacto con una mano o con otra. Igual en terapia, por más que nuestra personalidad tenga su sustrato en algún lugar de nuestro sistema nervioso, eso no nos hace menos únicos e irrepetibles, ni hace menos único e irrepetible el contacto entre dos seres humanos concretos en el aquí y el ahora.

La psicoterapia, pues, actúa, al igual que la pastilla, sobre el cuerpo, sobre el cerebro. Con una diferencia: la pastilla no crea nuevas conexiones neuronales. La pastilla puede (ya lo hablamos en aquel otro post) ayudar a crear un clima en el que la persona que está demasiado fuera de control o demasiado desestructurada pueda reequilibrarse un poco para poder empezar a trabajar consigo misma. Pero la tarea de fondo (y aquí nos reconciliamos con la filosofía) vuelve a estar en la mano de cada ser humano, depende de cómo quiera trabajarse a sí mismo para encontrar dentro de sí fuerza vital, sentido y salud. En este "departamento" de las capacidades del ser humano es donde trabaja encantada la psicoterapia.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Con suavizante, por favor

Una tarde cualquiera de finales de verano, me acerco a la lavandería del barrio. Es un pequeño establecimiento, con varias lavadoras y secadoras y unos asientos en los que esperar mientras la tecnología hace la colada. A través del cristal, veo un hombre más que sentado espanzurrado en uno de los asientos, con la cabeza caída hacia un lado, la boca medio abierta, los ojos cerrados. Respira despacio y profundamente. Diría que tiene entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Viste pantalón vaquero y camiseta, no demasiado nuevos, aunque tampoco se diría que viejos ni sucios. Un sueño demasiado profundo para ser las cinco de la tarde. Empujo la puerta y se cierra tras de mí, y el ruido no le hace ni siquiera inmutarse. El espacio es pequeño y yo tengo buen olfato, así que descarto inmediatamente que sea un exceso de alcohol la causa de este sueño profundo. Al fondo, una de las secadoras está llena de ropa, pero no ha sido puesta en marcha. Cuando me acerco hacia otra lavadora para meter mi ropa, confirmo mi hipótesis: a la derecha, sobre una de las máquinas, hay un rectángulo de papel de aluminio manchado de algún tipo de sustancia, y otro pedazo del mismo papel enrollado en forma de tubo. "Fumarse un chino" es la palabra que se utiliza para designar una de las formas de consumo de heroína inhalada. Se quema en el papel de plata y el humo se inhala a través del cilindro colocado en la boca. Un rato después, ya con mi ropa lavada y seca, de camino a casa, reflexionaba sobre mis pensamientos y emociones durante esa hora mientras, en el banco frente a la lavandería, esperaba a que terminara el programa de lavado; sobre las personas que miraban por la ventana con una mezcla de miedo y no saber qué hacer; sobre la que se ofreció a "quedarse vigilando por si acaso" mientras entraba de nuevo al establecimiento para sacar mi ropa de la lavadora. Reflexionaba sobre las razones que hacían posible que yo no sintiera miedo ante una persona intoxicada de una droga que te sume en un profundo sueño. Reflexionaba sobre el hecho de que la fuente del miedo es mucha veces la falta de conocimiento. Reflexionaba sobre el hecho de que hace tan solo cuatro años me hubiera vuelto a casa con la ropa sin lavar, porque ni siquiera me hubiera atrevido a entrar. Después de trabajar tres años con personas drogodependientes me ha pasado lo normal: he conocido, he entendido. Y cuando entendemos y conocemos, el miedo se va, y deja paso a otras emociones mucho más útiles para la convivencia en la sociedad.

En mi consulta en el centro de adicciones tenía colgado en un sitio principal y bien visible este póster:




Me servía para explicar a los pacientes, y ocasionalmente a sus familias, que la adicción no es más que la punta del iceberg, no es más que un síntoma de otras cosas que están desajustadas en la vida. Lo que pasa es que lo que llama la atención (por lo escandaloso y destructivo) es la conducta de consumo, pero "bajo el mar" están un montón de factores que han afectado a la vida de la persona y que la han llevado a, entre otras cosas, consumir algún tipo de droga. ¿Qué tipo de factores? Pues algunos de tipo biológico: cierta carga genética (favorecedora, aunque NO determinante de tener un problema de adicción. Recordemos que fenotipo = genotipo + ambiente), ciertos desajustes fisiológicos (problemas en los receptores cerebrales de dopamina, alteración en las hormonas que regulan la respuesta de estrés, etc.); otros factores de tipo psicológico (por ejemplo, acontecimientos traumáticos no superados, estilo educativo demasiado rígido, o demasiado laxo, o demasiado sobreprotector, carencias en el desarrollo personal: autoestima, asertividad, etc.); y factores de tipo social (crecer en un ambiente/barrio donde las drogas son vistas como algo normal, vivir rodeado de personas consumidoras, etc.). Todos estos factores de riesgo son como papeletas para una rifa: cuantas más juntes, más posibilidades de que te toque "el gordo". 

Si entendemos la adicción como un producto de todos estos factores, la mayoría de los cuales no han sido elegidos por la persona, es más fácil tener una mirada comprensiva, empática, que entienda que quien tiene un problema gordo de verdad es la persona adicta (y sus personas cercanas); y que, si se ve en éstas, probablemente ha tenido una vida previa tortuosa y llena de obstáculos; desde ese punto de vista, es más fácil conectar con el dolor vital de esa persona que con el miedo a que "me ataque". Cuando, al cerrar la lavadora, el chico despertó por un momento, intentó sentarse recto en la silla y, como mejor pudo en medio de su intoxicación, farfulló educadamente: "Buenas tardes". Dos segundos después volvió a caer en su sueño de placer artificial y pasajero.

Y, por supuesto, si entendemos la adicción como un producto de todos estos factores, y entendemos que las personas que no tenemos una adicción es simplemente porque no tenemos estos factores de riesgo, o tenemos algunos de ellos pero además tenemos otros factores de protección que los contrarrestan (lazos familiares y sociales saludables, autoestima, asertividad, entorno seguro, alternativas de ocio...), entonces es fácil entender también que la respuesta al problema tiene que venir de ayudar a la persona a construir factores de protección y disminuir los de riesgo. Una vez más, la medicación puede ayudar, pero no lo es todo ni mucho menos. Comparto con vosotros esta charla TED de Johann Hari, donde hace una reflexión interesantísima sobre lo equivocado de los sistemas punitivos y estigmatizantes que se utilizan aún en muchos lugares para tratar de "enderezar" al adicto:


Tras mi experiencia de trabajo en adicciones, no puedo más que coincidir con este señor en que lo fundamental de un tratamiento efectivo para personas con drogodependencia es que les ayude a reconectar con la sociedad. Y esto, también según mi experiencia, es todavía un reto por conseguir. Para ello, lo primero que hay que cambiar es la forma en la que la sociedad contempla a la persona con adicción, para pasar del miedo a la aceptación (de la persona, no de sus conductas) y a tender una mano. Cuando antes de irme, ya con mi ropa limpia, le desperté y le ofrecí a aquel chico un papel en el que le había escrito a mano una dirección en la que podían ayudarle, no me dijo "Iré mañana". De hecho, también desde la experiencia sé que es muy posible que aún quede tiempo hasta que se decida a pedir ayuda. Lo que sí acertó a decir, desde su pedo de heroína, fueron unas cuantas palabras mal pronunciadas: "Pues... muchas gracias... Está muy bien". Creo que, simplemente, agradeció que alguien se le acercara sin miedo y entendiera. Así de fácil. Así de simple. Así de poco meritorio. Es sólo conocer en primera persona y querer entender lo que puede hacer que en cuatro años pases de cambiarte de acera a no poder evitar decirle a alguien "no te conozco, pero me importas como ser humano y me preocupas", como lo hacemos todos cuando vemos a alguien tropezar en medio de la calle, caerse de bruces y hacerse daño. Es  entender que "no soy ni superior ni más bueno que tú por no ser drogodependiente, simplemente he tenido mucha más suerte en la vida". Aún queda por caminar en este sentido, aún hay un estigma muy áspero. A los lavados de nuestra sociedad aún les falta suavizante.

martes, 6 de octubre de 2015

Dile a tu capitán que solicito parlamento

Cuando uno se adentra, ya sea por razones personales, profesionales o académicas, en el mundo de la salud mental y todo lo que le rodea, hay un debate que pronto sale al encuentro, y es el que plantean los psicofármacos. Uno se encuentra de pronto inmerso en una especie de "guerra de salón" en la que algunos (muchos de ellos psicólogos) desprecian con desdén o hasta arremeten contra los fármacos como unas sustancias inservibles en el mejor de los casos o hasta perjudiciales en el peor de ellos, además de generadoras de dependencia ; y otros (muchos de ellos médicos) se enfurecen al pensar en el atraso que supone no usar unas sustancias que, gracias a los esfuerzos de investigación de décadas y décadas, pueden aliviar los males de quienes sufren por esas enfermedades que son concebidas por la medicina como una alteración en el sistema nervioso de las personas.

A mí personalmente, que me siento entre dos aguas en este mundo de la salud mental, el debate me parece un poco un despilfarro de energía, porque creo que es algo así como si nos planteáramos si la ensalada hay que aliñarla con aceite o con vinagre: pues mire, hay gente que sólo con aceite, hay quien solo con vinagre y mucha gente prefiere echarle los dos. Y es que si dejamos a un lado fundamentalismos y nos quitamos los yelmos profesionales que nos tapan las orejas y nos oprimen la mente, es posible que unos y otros podamos entendernos.

En lo que a mí respecta, conozco y comparto algunos de los argumentos de ambos "bandos". Estoy de acuerdo, por ejemplo, en que tomar un psicofármaco puede entrañar el riesgo de que se pase por encima de lo que la angustia, la tristeza o la pérdida de sentido de la realidad le puede estar diciendo a la persona sobre sí misma. Uno puede quedarse en el nivel de los neurotransmisores ("si la depresión es un problema con la gestión del neurotransmisor serotonina y me tomo una pastilla que regula los niveles de serotonina, se acabó la depresión") y no preocuparse por resolver, a otro nivel, la pérdida que se ha sufrido y que ha desencadenado ese desequilibrio en la serotonina. Esto es más tentador todavía en una sociedad que nos invita al absoluto confort, a no hacer esfuerzo alguno para superarnos o crecer como personas. "Si existen unas pastillas para adelgazar que me permiten seguir comiendo exactamente igual de insano que hasta ahora, mejor que mejor", no vaya a ser que nos veamos obligados a hacer un esfuerzo para cambiar nuestro ritmo de vida o nuestros hábitos por otros más saludables:


Así, es más sencillo tomarse una pastilla que haga el trabajo por mí que hacer yo un trabajo personal que me comprometa y puede que me saque del "sofá vital" en el que estoy apoltronado. 

También estoy de acuerdo en que la industria farmacéutica tiene golosísimos intereses en hacer pensar a todo el mundo que necesita un psicofármaco, y pone en marcha toda su maquinaria como lobby para psiquiatrizar cualquier malestar que la vida nos trae. Estar triste o nervioso puede ser perfectamente normal, un mecanismo para facilitar nuestra adaptación al medio, como ya vimos en otro post. El problema real viene cuando la cosa se va de madre y pasa a ser algo desadaptativo. Ahí es cuando hay que hacer "algo más". 

Y, compartiendo estos argumentos, también tengo la experiencia clínica de ver a personas con problemas de salud mental pasando por situaciones de mucho sufrimiento; con tanto dolor que no pueden ni siquiera retirar el esparadrapo para enseñar la herida; con tanta angustia que no pueden sentarse en una consulta a hablar de su dolor; con unas voces en su cabeza tan reales para sí mismos y tan amenazadoras como para paralizar completamente su vida; con tanta ansiedad como para no atreverse a salir de casa, y no llegar a una cita de terapia. En estos casos, creo que tener un fármaco y no darlo es como hacer caminar a pie hasta el hospital a alguien que acaba de romperse la pierna por tres sitios. Si nos ponemos naturistas y decimos que hay que optar sólo por lo natural, refinaré las palabras de uno de mis profesores del hospital Gregorio Marañón, cuando nos explicaba que no todo lo natural es bueno, porque "una patada en los testículos es algo muy natural" y no gusta precisamente. En el extremo contrario, tampoco me siento cómoda cuando contemplo a esas personas enlentecidas por un exceso de medicación: si un adolescente o un niño se tiene que quedar dormido de pura sobremedicación en clase para poder lidiar con su trastorno de hiperactividad, algo falla...

En fin, pese a esta nube de argumentos y contraargumentos, mi postura es clara, y sigo con el ejemplo de la pierna rota, en la que los psicofármacos serían el equivalente a una muleta: si te has hecho un torcedura leve, no te voy a dar una muleta, sino una tobillera si acaso, o a lo mejor nada de nada. Si te has roto una pierna, te voy a dar rehabilitación (que equivaldría a la psicoterapia) para que recuperes la función de la pierna; pero tendré que escayolarte un tiempo primero y darte una muleta para que puedas ir tirando, porque el proceso va a ser largo y necesitarás vivir mientras tanto, y cada vez que apoyas el pie te quieres morir. Y si no te la doy quizás ni siquiera puedas salir a la calle para ir al fisio. Eso sí, el trabajo importante en el sentido profundo y a largo plazo es la rehabilitación; porque su objetivo, al igual que debe ser el de la psicoterapia, es que la persona sea capaz de valerse por sí misma, de caminar sin muletas. Hay también personas que, por el problema que tienen, toda la vida tienen que caminar con una muleta: aceptemos también esta realidad; y, sobre todo, dejemos a la persona decidir cómo quiere caminar: si quiere cojear, si quiere ir con muleta, sin muleta, en carrito, o entrenarse para correr maratones aunque sea cojo. Pongamos a disposición de la persona todas las armas que tenemos para ofrecerle para su batalla personal contra los problemas de salud mental. Expliquémosle ventajas e inconvenientes y dejémosla decidir como persona libre que es. Y hagamos que se sienta acompañada en su decisión, porque es su vida lo que está en juego en todo caso.  

En fin, que, como en Piratas del Caribe, lo más sensato, antes de que un bando sentencie de muerte a otro, sería solicitar parlamento.


sábado, 26 de septiembre de 2015

Princesa Disney busca empleo

Pixar me ha proporcionado grandes ratos de diversión en los últimos años. Sin embargo, cuando vi el tráiler de la última película que estaban preparando, hace algo más de un año, ya sospeché que, además de diversión, esta película tenía bastante más que aportar. O al menos tenían la oportunidad. Parecía que las princesas Disney se iban a quedar esta vez condenadas al fondo de armario.




Pocos días después de su estreno, salí del cine satisfecha: Inside Out (o Del revés, en un intento de traducción al español que suda por hacerle justicia al original) había cumplido mis expectativas. Aunque se presenta como una película infantil, los niños de siete años posiblemente salgan con una sensación de haberlo pasado bien y haber visto una película de aventuras (un poco deslavazadas, porque entiendo que para ellos es difícil encontrar la conexión entre lo que pasa “inside” y lo que pasa “out”);  ahora, el adulto que se propusiese llevar a los niños al cine a pasar un rato entretenido se encontró de bruces con dos oportunidades:  una más de corte intelectual, ya que la película te cuenta en hora y media, a base de dibujitos y sin que te pispes, entre otros conceptos psicológicos, algunos de los elementos básicos de la teoría de las emociones de Greenberg; y por otro lado, salvo que estés hecho de material mineral de primera calidad y dureza, te hace llorar de principio a fin.

Analicemos un poco más estas dos oportunidades que nos brindan estos magos de la animación que, no me cabe duda, han buscado estupendos asesores expertos en psicología para hacer esta película:

-Leslie Greenberg es un señor ingeniero que, según cuenta la leyenda, iba a matricularse en el doctorado en ingeniería y una fuerza irrefrenable hizo que se “equivocara” de puerta y se matriculara en el doctorado en psicología. Así, con el tiempo, este señor ingeniero desarrolló una teoría sobre las emociones que está ahora más que en boga en el mundo de la psicoterapia humanista. La desarrolló, eso sí, con mente de ingeniero: sistemática  y ordenadita, toda ella cuadra por todas partes; hay profesiones y formaciones que imprimen carácter…  Pues bien, los personajes de colorines que aparecen en “Inside Out” no son más que emociones básicas de la teoría de Greenberg: alegría, tristeza, ira, asco y miedo. Y, tal como la película nos muestra, tienen la misión de reaccionar ante lo que nos sucede para así orientar nuestra acción. Todas ellas, todas (incluso las que nos resultan desagradables), son necesarias para tomar las mejores decisiones. De hecho, en la película el lío empieza porque a una de ellas la dejan un poco margi y… no desvelaré nada más pero, si rechazamos o queremos enterrar alguna de nuestras emociones antes de prestar la suficiente atención a lo que nos está diciendo, la cosa no va a ir nada, pero nada bien. Tampoco irán bien las cosas si alguna emoción se nos queda atragantada, atascada sin ser superada. Se convierte en una emoción desadaptativa (que no ayuda a la adaptación, vaya, sino que nos la dificulta). También lo son aquellas que no son congruentes con la situación (se me muere un perro al que adoro, pero doy botes de alegría) o son desproporcionadas (tengo un miedo paralizante al tener que hacer una pregunta en público). Y es que las emociones desadaptativas vienen de lugares  poco sanos y un poco oscuros, de situaciones traumáticas que no se resolvieron correctamente (por ejemplo, en alguna situación me avergonzaron en público y no lo he superado). ¿Cómo saber si una emoción es adaptativa o desadaptativa? Pues compárala con un mensajero: llama a la puerta de forma espontánea y dicharachera, trae un mensaje y se va. No se te queda en el salón tomando el té ni aburriéndote contándote su vida. Si lo hace así, vas a llamar a SEUR para que le den un toque, ¿no? Pues con las emociones lo mismo. “Nenas, dejadme aquí  el paquete y piraos, que lo poco agrada y lo mucho enfada”, sería una guía rápida del usuario de las emociones adaptativas. Y aplicándome el cuento a mí misma, de las emociones secundarias os hablo en otro post, que así, además, os dejo ansiosos de saber y me leéis con más alegría (emoción primaria adaptativa, espero).

-Respecto a lo de llorar a moco tendido de principio a fin de la peli, supongo que requiere un cierto grado de sensibilización en el espectador. He analizado mucho qué es lo que me hizo llorar tanto, y creo que es el ser consciente de cómo las emociones que han suscitado las experiencias vividas han contribuido a configurar mi personalidad. Uno se da cuenta de cuáles son sus propios “recuerdos esenciales”, y cómo son algo sagrado, un tesoro tal que nos hace quienes somos; y cómo de doloroso resultaría desprenderse de esas partes de nuestra historia que nos configuran: sería tan doloroso como perdernos a nosotros mismos. De hecho, toda crisis vital es dolorosa (por más que muchas veces sean muy saludables), porque nos pone en la tesitura de desprendernos de partes tan nuestras como nuestros dedos o nuestras orejas. Inside Out es también una película sobre esa gran crisis vital que es la adolescencia (más bien la preadolescencia según la película, pero ahí le anda...), en la que se da una gran parte del parto de nuestra identidad adulta, de nuestra personalidad; y sobre cómo cuando grandes cambios llegan a nuestra vida nos pueden poner en jaque.

En fin, que sí, que la recomiendo. Y que me parece una buenísima noticia que los creativos de Pixar se hayan decidido a vaciarnos por un rato las pantallas mundiales de princesas 90-60-90 y nos brinden la oportunidad de conocer y reflexionar un poquito sobre nuestras emociones y  sobre qué es lo esencial en la identidad de cada uno de nosotros; y de que a nuestros niños y niñas eso de las emociones como algo importante les empiece a sonar desde ya. Padres y tíos incautos que lleváis a vuestras criaturas al cine: abrochaos el cinturón, que va a haber más que dibujitos (ah, y no olvidéis los clínex).

domingo, 28 de junio de 2015

¿Mc Terapia con patatas grandes?

Cuando alguien se plantea iniciar una terapia, al igual que cuando uno inicia una obra en casa (que va a ser cara y nos va a desbaratar la vida por un tiempo), es normal que se pregunte, "¿y esto cuánto va a durar?"

El mundo de las terapias psicológicas es grande y complejo, con interconexiones e intraconexiones dentro de los diferentes tipos de terapias, y a su vez con fusiones y adaptaciones. Y todo ello aderezado por el actualmente en boga "eclecticismo" de los terapeutas, que toman de acá y de allá para tratar de encontrar un estilo personal.
Simplificando mucho (muchísimo), hablaremos de tres grandes tipos de terapias psicológicas, por orden cronológico de aparición en el mundo de la terapia: 

Por un lado, la cognitivo-conductual, que se basa en que nuestra conducta es fruto de nuestra cognición. Los pensamientos serían el estímulo que provoca como respuesta una conducta. Por ejemplo, una persona que piensa que va a ser rechazada porque no es capaz de ver sus cualidades se comporta de forma retraída. Si conseguimos cambiar lo que piensa sobre sí misma, es posible que su conducta cambie. Desde esta orientación se ayuda a la persona a cambiar sus cogniciones, lo cual traerá como consecuencia un cambio en su conducta y, en definitiva, se encontrará mejor.

Por otro lado está la orientación psicoanalítica. Para los terapeutas de esta orientación los estímulos que provocan la conducta son básicamente la libido, los instintos y los mecanismos de defensa. Se trata de analizar e interpretar cómo estos están influyendo en la vida del individuo. Por ejemplo, la persona del ejemplo anterior podría estar con su conducta retraída protegiéndose del rechazo, porque se sintió rechazado por sus padres en su primera infancia o ya desde el vientre de su madre. 

Por último, la psicoterapia humanista o tercera fuerza, más que poner el énfasis en lo que "no funciona" de la persona, pone el énfasis en el valor del ser humano, en su capacidad de crecimiento. Cree en la potencialidad del ser humano para desarrollarse; confía en que, si se dan las condiciones necesarias, la persona, como una semilla, dará buen fruto. En el caso de la persona que se comporta de forma retraída lo importante sería crear una relación terapéutica que permita a la persona explorar su mundo interior, hacerse consciente de sus luces y sus sombras, averiguar lo que realmente quiere y sentirse capaz de caminar hacia ello. 

Pero y la obra, ¿qué? ¿cuánto va a durar? ¿cuánto tiempo con los obreros dando vueltas por la casa y llenándolo todo de polvillo blanco, de ese que no sale por más que friegues?

Pues bien, la duración es variable. Vemos gente que en pocos meses ha resuelto lo que quería resolver y gente que lleva 6 años acudiendo al psicoanalista y esto no tiene visos de terminar. Por supuesto, no se puede dar una duración estándar para algo tan individual e irrepetible como es el acompañamiento a un ser humano y como lo son también las circunstancias que pueden estar rodeando su vida en un determinado momento, así como el grado de profundidad al que está dispuesta a "bucear" una persona.

Y en realidad lo que quiero no es tanto incidir en el tema de la duración de una terapia como en el estilo de la misma, aunque indudablemente lo segundo influye en lo primero. Hoy en día lo que más en boga está en nuestro entorno es la terapia cognitivo-conductual, hasta el punto de que apenas si se habla de otras orientaciones en las facultades de psicología de las universidades españolas. Y, desde mi punto de vista, aparte de con otras circunstancias, esto puede tener algo que ver con el estilo de vida predominante en nuestra sociedad (o, si no es una causa directa, desde luego que contribuye a perpetuar su hegemonía). En nuestra sociedad se trata de obtener soluciones rápidas y efectivas, que resuelvan cuanto antes la papeleta. Por tanto, es fácil de entender que una terapia que da resultados rápidos case con nuestra sociedad como anillo al dedo. Entiéndaseme, no quiero yo arremeter contra los terapeutas ni contra las terapias cognitivo-conductuales, y reconozco que sus técnicas pueden ser muy útiles en ciertas circunstancias. Sin embargo, hay algo subyacente a su filosofía que me chirría, y por lo cual me alejo de ella como "estilo terapéutico básico" personal. Alguien en mi entorno lo dijo hace poco de una manera muy gráfica (y que espero no ofenda a nadie): lo cognitivo-conductual sería como la "fast food" de la psicoterapia: te puede solucionar una comida de forma rápida y relativamente cómoda puntualmente (bendito kebab que nos libró de la inanición aquel día que volvíamos de viaje y no había nada en la nevera), pero no puedes basar tu dieta en ella si quieres tener una vida saludable.


Creo que una terapia, para ser de calidad, debe ser profunda. Mi experiencia en drogodependencias, por ejemplo, me dice que usar la técnica de no acudir a lugares donde se esté consumiendo la droga (o para el fumador retirar los ceniceros de casa) es eficaz... a corto plazo. Ese día la persona no consume. Pero si además de eso (que es muy necesario) no profundiza en las razones que le han llevado a necesitar consumir una sustancia para enfrentarse al día a día, se hace consciente de las emociones que subyacen en el malestar que alivia por medio de la droga y encuentra un sentido profundo para su existencia y una sensación de capacidad para abandonar el consumo y construir la vida que realmente quiere, a las pocas semanas volverá a acudir a lugares de riesgo para consumir de nuevo. Porque la fast-food es sólo fast-food, por mucho que se la aderece con complejos vitamínicos (en forma de ansiolíticos, antidepresivos etc...) para hacer un constructo esperpéntico que se parezca a una comida nutritiva. En el caso de los niños, desde una perspectiva conductista podemos darles una ficha cada vez que hacen algo bien que luego podrán cambiar por un premio; o podemos, desde una perspectiva humanista, crear un clima de comunicación emocional en el que el niño decida colaborar porque se da cuenta de que eso contribuye al bienestar propio y de los que le rodean y a un mejor clima en casa o en el colegio. Es posible que al segundo niño le lleve más tiempo, pero es también más probable que la actitud de colaboración perdure para siempre y en todos los ambientes.

En el mundo del fast-food, fast-sex y las fast-cities, un poquito de reposo y ralentización no nos viene nada mal para tener una vida más saludable, como ya propusieron hace más de veinte años los impulsores del movimiento Slow.

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Es por todo esto que desde mi orientación básica humanista centrada en la persona no puedo más que abogar por la terapia de ternera ecológica cocinada a fuego lento; y, sólo puntualmente y cuando no haya tomate raaf de temporada a mano, ponerle como aderezo un poquito de ketchup. 

domingo, 10 de mayo de 2015

Sol embotellado, Sol etiquetado

Uno de los guantes que arrojó el enfoque psicoterapéutico humanista centrado en la persona a mi formación médica, nada más empezar a aproximarme a él, fue el de los diagnósticos. La mente médica se conforma para descubrir lo que está desviado de la normalidad, ponerle a esa desviación un nombre (el diagnóstico) y seleccionar de entre los tratamientos disponibles el que ha demostrado ser más efectivo para corregir dicha desviación concreta en la mayoría de individuos. Este método es bastante funcional para los hígados, los estómagos e incluso para las batidoras. Sin embargo, cuando nos metemos con las mentes, empezamos a pisar terreno escabroso. 

La psiquiatría también tiende a funcionar con categorías diagnósticas, recopilando síntomas y signos de desviación de la normalidad y agrupándolas en diferentes tipos de patologías, tratando después de encontrar patrones de tratamiento que puedan beneficiar a las personas con dicho problema o diagnóstico. Para mí, dentro de la psiquiatría, el terreno más escabroso de todos es el que trata de catalogar o categorizar los problemas de personalidad. El grupo de diagnósticos que abarca los trastornos de personalidad es el resultado de esta categorización. Son patrones persistentes y estables de conducta que se desvían de los esperado en el contexto cultural de la persona y que le provocan malestar o deterioro en áreas importantes de su funcionamiento. También se definen a veces como una "patología de las relaciones", que es donde suelen radicar la mayoría de los problemas que sufren (y con frecuencia generan) estas personas. La clasificación psiquiátrica va más allá y subclasifica a estas personas en función de ciertos elementos que caracterizan la personalidad de la persona en cuestión. Así, existen trastornos antisociales, evitativos, dependientes, histriónicos...

Desde el enfoque humanista centrado en la persona, sin embargo, se remarca la individualidad de cada ser humano, su ser único e irrepetible. Por lo que las "cajitas" diagnósticas le producen bastante alergia a este enfoque. Para este enfoque sería absolutamente impreciso meter a todas las personas con esquizofrenia dentro de la misma "caja diagnóstica", o a todas las personas con trastorno bipolar, o a todas las personas con rasgos antisociales en su patrón persistente de conducta. En este enfoque no existe el diagnóstico. Además, como según este enfoque la persona es la única capaz de encontrar las mejores soluciones para sus problemas, la parte útil del diagnóstico que radica en poder aplicar patrones de tratamiento comunes a todas las personas con un mismo tipo de problema, no tiene ningún sentido. Para el paciente, él es el único paciente a tratar, por lo que no necesita sistematizar el tratamiento para ningún otro caso.

Supongo que ahora entenderéis el dilema y la necesidad de reajuste de un médico que de pronto tiene que dejar a un lado una de sus herramientas básicas (el diagnóstico) y trabajar desde otra perspectiva. Personalmente me llevó un tiempo reconciliar estas dos partes mías: la acostumbrada a trabajar con diagnósticos (que además tiene experiencia de su utilidad) y la que reconoce con gozo la absoluta individualidad del mundo interior de las personas. Creo que ahora mismo podría enunciar ese pacto de no agresión entre ambas posturas de la siguiente forma: los diagnósticos pueden ser una ayuda en la medida en que nos ayudan a plantear hipótesis sobre las posibles causas de los problemas y conflictos que surgen en la persona; también son útiles para saber qué otras manifestaciones del problema es posible que encontremos en esa misma persona (por ejemplo, es muy probable que una persona con un síntoma de esquizofrenia como puede ser escuchar voces tenga también otros como, por ejemplo, sentirse vigilado). Y todo esto, ¿para qué? Como una ayuda a la empatía, como una especie de mapa que, siempre con la confirmación de lo que la persona en cuestión nos cuenta y nos muestra, nos puede a veces ayudar a situarnos mejor en el terreno que pisamos, a ampliar nuestra visión como unos prismáticos. Así, me da exactamente igual saber si una persona cumple todos los criterios necesarios para poder diagnosticarle de trastorno límite de la personalidad según las directrices del manual; lo útil de ubicarle mentalmente en ese espectro es saber que esta persona que nos cuenta que tiene una permanente sensación de vacío emocional es muy posible (aunque no seguro) que además tenga con frecuencia una sensación de abandono, lo cual le produce un profundo dolor. Y esto es útil en la medida en que me pueda ayudar a comprender mejor a la persona, a meterme más en su pellejo, a entrar con más profundidad en su mundo interior para, desde ese sitio privilegiado, ofrecerle luz para que busque las mejores soluciones para lo que él o ella considere que tiene que resolver.

Y así, también, hace tiempo que las "categorías" de los trastornos de personalidad se me quedan pobres, porque mi experiencia clínica sí que me habla de una complejidad, variabilidad e individualidad de cada persona que no puede ser abarcada por ninguna convención de psiquiatras o psicólogos sesudos que intenten aprehenderla y hacerla manejable. Sería como intentar poner puertas al campo, o tratar de embotellar un rayo de sol. 


No sólo la psiquiatría trata de clasificar las personalidades; son múltiples los intentos que se han hecho desde otros enfoques. Así, tenemos, entre muchos otros, el eneagrama, o la bioenergética (de la que hablamos en el anterior post), que también tienen sus tipos de personalidad o carácter y aconsejan tomar unas u otras medidas para "centrar la personalidad" (en el caso del eneagrama) o deshacerse de los bloqueos corporales (en el de la bioenergética). Pero advierten (sabiamente) que los tipos no son puros (distintos rasgos de uno u otro pueden aparecer en la misma persona), y que distintas personas con igual "tipo" pueden ser muy diferentes por muchos "rasgos" que tengan en común.  

Las clasificaciones no dejan de ser una forma de ordenar lo que la observación  nos dice sobre los hechos y sus causas, que tienden a agruparse en las personas. El peligro es absolutizarlas, darles demasiada importancia o, lo que es peor, convertirlas en etiquetas que, sin darnos cuenta, le mandan este mensaje a la persona: "tú eres así (antisocial, límite, depresivo, alcohólico...), no eres normal, y difícilmente tienes remedio". Entonces es cuando la etiqueta pasa a robar la esperanza, a encerrar a la persona, a impedirle crecer. La etiqueta pasa a ser parte de su identidad, se hace uno con ella. Entonces es cuando la persona, la parte más sana que había en ella, muere aplastada por la etiqueta .

viernes, 1 de mayo de 2015

Ali-Oli con mucho cuerpo

En este camino infinito de la formación en psicoterapia, mi paisaje básico humanista se tiñe ahora con algunos destellos de Bioenergética. O, dicho de otra forma, en mi "menú degustación" dentro del inmenso restaurante de las terapias de corte humanista, toca ahora probar el plato bioenergético. Y, como en todo menú degustación, hay platos que te gustan más y otros que te gustan menos. En este caso, no me veo yo volviendo al restaurante a pedir una "bionergética muy hecha" en el futuro, pero sí me veo aderezando algún que otro plato de mi despensa con una rica "salsita bionergética" en algún que otro momento. 

Y es que, aunque no comparto  muchas de las explicaciones que desde la Bioenergética se dan a la forma en que funciona el organismo (sobre todo, aquello que tiene que ver con "energías" bloqueadas en ciertos lugares) y me pongo de alguna forma en actitud de cautela cuando se me hacen evidentes sus grandes influencias psicoanalíticas, he de reconocer que muchas de las cosas que la Bioenergética "deduce" desde sus postulados resultan razonables y que sus ejercicios parecen provocar en las personas aquello que buscan provocar. Vaya, que la cosa de algún modo funciona; y que el camino del hecho observable a la teoría no lo comparto mucho, pero si dejamos las explicaciones a un lado me parece una técnica que puede resultar útil en muchos casos.

Supongo que, si habéis llegado hasta aquí, como yo hace unos meses os estaréis preguntando de qué va eso de la Bioenergética. Desde mi modestísimo saber de simple "degustadora" trataré de explicar a qué me sabe a mí este plato, por si alguien quiere buscar por ahí una ración un poco más grande:

Para la Bioenergética, nuestras viviencias profundas se plasman en nuestro cuerpo; sobre todo aquellas que tienen que ver con nuestra niñez y adolescencia (aquí podemos empezar a vislumbrar al amigo Freud). Así, dependiendo de cómo hayamos vivido esos períodos clave de nuestra vida, nuestra mente y con ella nuestro cuerpo (que se conciben como una unidad inseparable) habrán tenido que adaptarse a las circunstancias más o menos hostiles que a la persona le haya tocado vivir. Si me seguís en el razonamiento, podréis llegar a la conclusión de que la forma física de nuestro cuerpo refleja las defensas emocionales que hemos tenido que desarrollar para crecer en ese ambiente más o menos hostil. Y ojo, que aquí no se salva nadie: según la teoría, todos en mayor o menor medida hemos tenido que hacer estos esfuerzos de adaptación, por lo que todos tenemos algunas de estas "huellas" corporales. 

Pero, ¿a qué circunstancias hostiles nos referimos? ¿A qué es a lo que intenta adaptarse la unidad mente-cuerpo? Pues, por variados que sean los casos concretos, en definitiva el ser humano lo que busca y necesita es amor.


                            


Y, para la Bioenergética, si al niño/a le falta el amor en algún momento de su desarrollo, deberá hacer esfuerzos ingentes para adaptarse a esa situación y sobrevivir, lo cual quedará reflejado en dos aspectos: su carácter y su cuerpo. Por poner un ejemplo visual, un niño que ha sufrido algún tipo de abuso o maltrato puede desarrollar un carácter que le permita creer que él puede también controlar o dominar; y resulta aún más gráfico comprobar que su pecho puede quedar también levantado de forma permanente, como para dejar bien claro quién tiene aquí el poder, o la capacidad de seducción. "Aquí estoy yo: obedéceme, sígueme, deséame".





Este caso parece muy dramático, pero también podríamos ir más a lo cotidiano y hablar de cómo una "barriga sobrecrecida" nos puede servir de separación con el mundo (prueba a dar un abrazo con el doble de barriga), o de otras muchas hipótesis de trabajo...

Así, diferentes causas dan lugar a diferentes "defensas", que se reflejan en diferentes tipos de carácter y diferentes conformaciones corporales. Esas defensas, que fueron positivas para la supervivencia en un determinado momento, se convierten en un patrón caracterial y corporal que ya no tiene funcionalidad en la actualidad, y pueden impedir o dificultar el crecimiento y desarrollo personal.

¿Y en qué se basa, entonces, el trabajo terapeútico en Bioenergética? Pues en la premisa de que, por un lado, el cuerpo habla al terapeuta sobre las posibles "heridas" emocionales de la persona, lo cual le permite formular hipótesis de trabajo (digo "hipótesis" porque será la persona la que tendrá que confirmar si lo que el terapeuta propone como tal le cuadra o no le cuadra, y es él o ella, el paciente, quien tiene la última palabra); y, como segunda premisa, en el hecho de que a través del trabajo con el cuerpo se pueden trabajar los problemas personales que subyacen. Como podréis imaginar, para diferentes problemáticas hay diferentes ejercicios específicos. 

Pero no son sólo los ejercicios los que sanan a la persona: la propia relación con el terapeuta es también un elemento clave en esta terapia, ya que ésta brinda la oportunidad de revertir esas faltas de afecto que la persona experimentó en un momento dado.

Un mundo curioso éste de la Bioenergética, que trabaja sobre ese concepto que aún se nos resiste en occidente de la unidad cuerpo-mente. Curioso también "que te lean el cuerpo", actividad que hemos hecho en la formación, y en la que a una de repente le dicen muchas cosas sobre sí misma simplemente mirándole el cuerpo en bikini... cosas que coinciden con la realidad (para mentes racionales, como la mía, puntualizar que no pretende ser magia ni esoterismo, sino pura observación estadística de años y años sobre cómo distintas características de carácter se asocian con patrones de conformación corporal). Y también curioso experimentar los ejercicios bionenergéticos en las propias carnes (y en las de los compañeros de clase) y observar que, como poco, nos remueven y nos revelan cosas sobre nosotros mismos y nos invitan a reflexionar sobre aspectos profundos de nuestra vida pasada y presente con los que nos conectan. Porque lo que desde luego hace la Bioenergética es ponernos en contacto con nuestra experiencia profunda. Para mí, esa es la base de cualquier terapia de crecimiento personal: que nos ponga en contacto con lo que se nos mueve por dentro, que nos ayude a darnos cuenta de lo que nos sucede. Una vez en ese terreno de la experiencia, podemos empezar a trabajar para crecer, desde lo que de verdad nos pasa, desde lo que realmente vivimos "en las tripas" y desde lo que, desde la consciencia, queremos construir.

Si os ha picado la curiosidad, y os preguntáis qué tipo bionergético (de carácter y corporal) seréis; o si os gustaría experimentar algunos de los ejercicios de Bioenergética, no os perdáis los próximos post. Os invito a meter vuestro pan en esta salsa bioenergética que ha caído en mi plato, en este ali-oli de sabor intenso y con mucho cuerpo.

domingo, 22 de marzo de 2015

No sin mi puenting


Mientras veía este vídeo por primera vez, me sorprendí a mí misma con el corazón acelerado y una sonrisa de oreja a oreja en la cara:





Aún me sigue pasando cada vez que lo veo. Y no es sólo la música (que a mí personalmente me da ganas de empezar a dar brincos por la habitación) o la letra (que tiene grandes frases motivadoras), sino que creo que es la combinación de todo eso con las imágenes. Las imágenes nos enseñan una infinita sucesión de momentos en los que la persona está teniendo experiencias intensas. Y muchas de ellas en contacto con la Naturaleza. Creo que lo que me cautiva de este vídeo es que apela a la sensación de estar intensamente vivo.
Con frecuencia identifico las fases intensas de mi vida con la sensación del viento pegándome fuerte en la cara. Parece que el artista y yo coincidimos en esto, porque todas estas experiencias "al límite" parecen ser su vehículo visual para transmitir el mensaje central de su canción: "vive una vida que siempre recordarás"; vive intensamente, al fin y al cabo.

Pero, ¿qué es vivir intensamente? ¿va esto de tirarse desde un acantilado, de hacer surf o de rodar por la nieve colina abajo? No parece que vaya de eso exactamente. Sin embargo, quizás sí vaya de llevar a la vida cotidiana la sensación que uno tiene cuando hace cosas como éstas: la de estar plenamente presente en lo que está sucediendo en este momento y vivirlo en toda su dimensión y plenitud. En el momento en el que alguien salta y hace puenting es difícil que esté pensando en muchas más cosas que en lo que está sucediendo exactamente en ese momento, está en pleno contacto con la experiencia. No hace falta tirarse por un puente: se puede vivir intensamente la caricia más sutil, o el logro (o fracaso) cotidiano.

Decía Fritz Perls (el padre de la Gestalt) que estar presente ahora consiste en unir nuestra atención y nuestra conciencia; y, curiosamente, la meditación tipo mindfullness (que traducido significa conciencia plena) consiste en estar presente en el aquí y el ahora. Curiosamente también, practicar este tipo de meditación ya ha demostrado científicamente tener beneficios sobre la salud física y mental de las personas.





Vivir intensamente tiene mucho que ver con vivir de forma plenamente consciente. ¿Plenamente consciente de qué? No tanto de lo que sucede fuera sino de cómo nos resuena dentro lo que sucede. Vivimos en una era muy racional, fruto del boom de lo científico-técnico (lo cual nos ha traído grandes beneficios). Sin embargo, pese a toda la tecnología que tenemos a nuestro alcance, nos encontramos, desde mi punto de vista, en medio de una importante epidemia de analfabetismo emocional. La educación se ha volcado (y sigue volcándose) más en lo cognitivo que en lo emocional. Suena elegante decir que tienes las ideas claras; suena cursi decir que las emociones son una guía básica para tu vida. Sin embargo, las emociones son el mapa con el que contamos para saber cómo está resonando en nuestro interior lo que sucede, son una llave para acceder a nuestra experiencia, para saber qué necesitamos y queremos.

Volviendo al vídeo, creo que hace sonreír y sentirse vivo porque, más allá de las experiencias al límite, nos pone en contacto con otras cosas que tocan nuestras emociones: un padre fallecido, la familia unida, la sensación de libertad, la belleza de un paisaje, los recuerdos, las risas tras una broma, permitirse saltar en la cama, chocarla con un amigo, pasar tiempo con la gente a la que quieres, ver las viejas fotos de familia, releer cartas llenas de cariño, tirar lo que nos aprisiona por la ventana... "Estas son las noches que nunca mueren". Estas son las cosas que realmente nos importan en la vida.

Sentirse vivo es mantenerse conectado a la experiencia, a lo que sentimos en el aquí y el ahora, a lo que nos resuena por dentro por lo que nos pasa en la vida. Es fácil en medio del ruido, la prisa y la superficialidad que impone la sociedad de consumo que perdamos el contacto con nuestra experiencia. Es ventajoso para la propia sociedad de consumo que nos despeguemos de nuestra experiencia, porque de esa forma no seremos conscientes de lo que realmente queremos y necesitamos, nos confundiremos y pensaremos que es algo que podemos "consumir". Hace falta silencio interior para hacer hueco a la escucha de la experiencia; de la experiencia propia, única, irrepetible e irrefutable por ninguna demostración, argumentación o teorema. No es la poesía la que nos cambia la vida, sino el amor de quien la escribió para nosotros. Aún más, es el ser conscientes de que amamos o no amamos a esa persona, de que la queremos cerca o lejos de nuestra vida. 

En fin, cada vez que veo este vídeo lo que a mí me resuena por dentro es la inmensa alegría de estar viva. Ni un día sin la plena consciencia de esa sensación de que el sol y el viento nos curten el alma, nos agitan la vida.

martes, 3 de febrero de 2015

Las licencias de James Bond

Es domingo y hace una preciosa mañana de invierno, de esas de Madrid: con un frío que pela, pero un cielo azul intenso que da gusto mirar. Hemos subido al parque de El Retiro a correr un rato y, cuando ya volvemos por la transitada avenida que sube hacia la estatua del Ángel Caído, se acerca un coche de policía municipal y, a nuestras espaldas, un padre le dice a su hijo de no más de siete años, que aparentemente acaba de tener una pequeña rabieta: "¿Ves? Te has enfadado y ha venido la policía". Nuestros ojos, como platos. No sé cómo se habrían quedado los de la media nacional de padres que lidian a diario con los enfados y/o malos humores de sus hijos... Lejos de juzgar la apertura o no de ojos, quisiera aportar una reflexión sobre el "suceso", por si a alguien le sirve de algo. Y si no es así, pues a otra cosa mariposa.

En otro post hablaba acerca de cómo según el señor Carl Rogers la opinión de las personas significativas (significant others) del niño tiene un peso crucial en el desarrollo de la personalidad. En ese post lanzaba también al final la pregunta: ¿cómo podemos hacer para que los niños no tengan que "desaprender" tantas cosas cuando son adultos? Pues bien, de eso va este post.

Volvamos a nuestro (seguramente) bienintencionado padre que pasea con su hijo: ¿por qué le dice lo que le dice? Y, más importante aún, ¿qué transmite a su hijo la bienintencionada frase? Empecemos con la segunda cuestión. Y no hay que hacer demasiado sesudas disquisiciones para hacer la traducción simultánea de la frase en la mente del niño: "Las personas buenas no se enfadan. A papá no le gusta que me enfade. Yo quiero ser bueno y gustar a papá, así que no debo enfadarme". ¿Y por qué el padre dice esto a su hijo? Pues podemos formular varias hipótesis que van desde que lo único que quiere ese padre en el mundo es que cese la rabieta de su hijo para poder disfrutar de un agradable paseo en familia, hasta que él mismo aprendió (de sus personas significativas) que el enfado es algo que no está bien mostrar, pasando porque quizás no sabe ya qué hacer con la rabieta de su hijo y se aferra a cualquier clavo ardiendo que pase (con coche patrulla incluido) para solventar de una vez la situación.

 De lo que seguro que no es consciente este padre es de los potenciales problemas que puede acarrearle en el futuro a su hijo aprender que hay sentimientos que es mejor no expresar. Es curioso, porque tendemos a clasificar los sentimientos en una especie de cajones con etiquetas "positivo" y "negativo". En la de lo positivo metemos cosas como alegría, ternura, bienestar, ilusión; en la de lo negativo metemos otras como la tristeza, la rabia, la vergüenza. Y sí, unas son agradables y otras desagradables; pero es importante entender que todas y cada una de las emociones tienen una función. La tristeza, por ejemplo, nos informa de que hemos perdido algo importante; el enfado, por su parte, nos hace saber que nuestros límites personales han sido transgredidos. Y todo eso es valiosísima información para tomar nuestras decisiones en la vida, para saber cuál es el siguiente paso que quiero dar, hoy que tengo siete años y el día que tenga sesenta. Pero si desde pequeñito/a se me comunica que hay emociones que debo reprimir (¡so pena de que me lleve la policía y todo!... o de que papá no me mire con buenos ojos), me será probablemente más difícil escucharlas cuando vengan, y como consecuencia me faltará información para tomar mis decisiones autónoma y sanamente. 

"Y entonces", me dirán miles de padres cabreados, "¡¿que el niño haga lo que le venga en gana?!" (si es así, más de uno se da de baja de padre ipsofacto)




Nooooo, traquilidad, que no todo el monte es orégano desde esta filosofía educativa. Una cosa es lo que siento y otra es lo que hago. Por ejemplo, uno puede cabrearse enormemente con su jefe porque le ha tratado de forma injusta. En esta situación en la que uno está francamente enfadado tiene, al menos, dos opciones: a) Pincharle las ruedas del coche al odioso jefe; o b) Hablar con el jefe y explicarle que va a elevar una queja a los niveles superiores por el trato desfavorable que ha sufrido. La emoción subyacente es la misma: enfado. Lo que no es lo mismo es lo que hacemos con ese enfado. La opción b) parece mucho más adecuada para convivir en sociedad. Y curiosamente la opción a) es la que nos sale espontáneamente en "el calentón", y quizás incluso nos arrepentiríamos de ella unos minutos después de llevarla a cabo. Hace falta haber aprendido a gestionar las emociones para, en lugar de quemar contenedores, hacer una protesta pacífica. Y en el caso del niño, parece perfectamente razonable impedir que en su rabieta se ponga a destrozar el supermercado. Pero lo que no parece en absoluto razonable es negarle su derecho a estar enfadado; porque no somos responsables de nuestras emociones (que vienen como vienen y su razón tendrán para venir), sino de los actos que cometemos cuando las sentimos. Una de las mejores cosas que podemos hacer por los niños es ayudarles, precisamente, a reconocer y valorar las emociones que están sintiendo, porque éste es un lenguaje que tienen que aprender, más importante que el inglés o las matemáticas, si quieren poder desenvolverse satisfactoriamente en la vida. Y además, curiosamente, aprender a reconocer nuestras emociones y darles valor nos libra de depender del juicio de papá o de mamá para decidir lo que quiero o no quiero para mi vida. Ésta es, por tanto, una de las claves para que ese niño, en el futuro, no tenga tanto que "desaprender", tanto material adquirido de otros que no se ajusta a lo que él/ella, persona única e irrepetible, realmente quiere.

Por si os pica la curiosidad y/o sois padres o madres y/o trabajáis con niños o adolescentes, os dejo la referencia de este estupendo libro donde se explica el estilo educativo que a mí hasta ahora me ha parecido más respetuoso para con los niños/as y con más sentido de todos los que he conocido. Una auténtica joya.

En fin, que en ese mundo ideal en el que las personas hacemos una sana gestión de nuestras emociones, a James Bond le cambiaríamos la "licencia para matar" por la "licencia para estar muy_pero_que_muy_cabreado". 

sábado, 24 de enero de 2015

Aristóteles nos la lió...

Aristóteles, una de las raíces indiscutibles del actual pensamiento occidental, nos dejó como herencia, entre otras muchas cosas, la concepción de que el cuerpo y el alma estaban separados. Él mismo ya bebía del pensamiento de Platón, que afirmaba que "el cuerpo es la cárcel del alma". Y así, siglos y siglos después, nuestra cultura está impregnada de estas ideas, reforzadas por un pensamiento "oficial" cristiano que durante muchos siglos se ha esforzado en difundir los riesgos inherentes a prestar demasiada atención a las necesidades del cuerpo si se quería "salvar el alma"; y al señor Descartes, que también fue hijo de este tipo de concepciones dualistas, y hasta el día de hoy nos llega su influencia. 

La Medicina, como tantas otras disciplinas, ha bebido de las fuentes clásicas y se adhiere al método científico planteado por Descartes, por lo que resulta lógico entender que se haya visto salpicada de esta concepción dualista. Así, la medicina actual (aunque no faltan profesionales que cuestionen este modelo aún imperante) sigue muy empapada de esa separación entre cuerpo y mente. 

En los años 70  surgió el modelo biopsicosocial, de la mano de Engel, un psiquiatra norteamericano. Este modelo explica la salud y la enfermedad teniendo en cuenta que, además de los factores biológicos, los factores psicológicos y los sociales influyen en ellas. La OMS refleja su intención de apoyarse en este nuevo modelo en su propia definición de salud. Sin embargo, el modelo no ha terminado de calar, y nos seguimos encontrando una gran masa de profesionales de la salud (sobre todo médicos) que entienden la enfermedad exclusivamente como un fallo en los procesos biológicos. 

Todo lo que ocurre en la mente tiene un reflejo biológico, claro que sí (hormonas, neurotransmisores...), pero no es ese el caso. El problema viene cuando en el diagnóstico y tratamiento de los problemas de salud se obvia lo que tiene que ver con lo psicológico y lo social. Así, si una mujer acude a la consulta con dolores de cabeza constantes e insomnio y su médico se limita a darle ibuprofeno y pastillas para dormir, el tratamiento, desde mi punto de vista, es de mala calidad. Puede que no haya una causa más allá; pero también puede que, quizás, si preguntamos a esa mujer, nos cuente que el dolor comenzó justo cuando empezó a tener algunos problemas con su pareja. Y sí, el dolor se produce porque hay una serie de sustancias químicas que estimulan los receptores del dolor... pero obviar cuál ha sido el desencadenante de este dolor no ayuda a enfocar el problema de un modo que permita solucionarlo desde su raíz. Este vídeo de Disney nos lo explica de un modo bastante ameno:



Después de trabajar una temporadita de casi tres años en un centro de tratamiento de adicciones, ese problema de salud en el que es tan obvio que la salud (o la falta de ella) afecta a todas las esferas de la vida de una persona, no me cabe ninguna duda de que el único modo de ayudar a las personas a estar más sanas es desde este enfoque integral; en el que hay que entender la biología de lo que está pasando (la dopamina está funcionando anómalamente), pero es un error de concepto dejar de lado los aspectos psicológicos que llevan a una persona a recurrir a una droga para calmar el sufrimiento al que no puede hacer frente, o cómo esto afecta a su pareja o familia. O cómo, por ejemplo, problemas con la pareja o familia pudieron ser desencadenantes para empezar a consumir alcohol u otras drogas. 

Afortunadamente, se van abriendo caminos en este sentido. Estos días, por ejemplo, he estado leyendo la interesantísima web de Odile Fernández, médico de familia que cuenta cómo consiguió vencer un cáncer de ovario con metástasis gracias a la oncología integrativa, esto es, yendo más allá de la pura quimioterapia y teniendo en cuenta otros factores implicados en el proceso de salud/enfermedad. Os recomiendo su lectura (y sus deliciosas recetas de cocina, ya que la alimentación saludable es uno de los pilares de su propuesta).

La pregunta, entonces, sería: ¿cuidas tu salud en todos sus componentes, físico, psicológico/emocional/espiritual y social? ¿o te limitas a tomarte un ibuprofeno cuando te duele la cabeza? Veintitantos siglos después, ya va siendo hora de ir un pelín más allá de Aristóteles, ¿no os parece?

sábado, 17 de enero de 2015

Libertad para contar estrellas

Decía Freud que “la ilusión de tal cosa como la libertad psíquica [...] esto es anticientífico". Sin desmerecer los grandes aportes de Freud al pensamiento actual en general y a la psicoterapia en particular, demos gracias a los dioses porque, en un arranque de optimismo y positividad, surgió la psicología de corte humanista (y su correlato filosófico), que nos proporcionó un gran alivio al intentar trasmitirnos que se podía creer profundamente en el ser humano, que era un ser dotado de capacidad para decidir y que, encima, su tendencia natural es hacia el crecimiento personal y caminar siempre hacia "algo mejor" (pese a que todos tengamos ahora mismo a alguien o "álguienes" en mente que nos hacen dudar de este aserto). Pues sí, así de universalmente positivos eran estos señores humanistas. Y de esta sencilla base sacan todas sus teorías sobre qué es la salud psicológica y qué es la falta de la misma. 

Lo que no podían imaginarse pensadores y psicólogos como Carl Rogers, es que el grupo de pop rock estadounidense de rabiosa actualidad "One Republic" iba a hacer en 2013 una canción que tenía mucho que ver con sus teorías de la salud y la falta de salud mental (y supongo que igual de poco consciente es el susodicho grupo de esta coincidencia):





Para Carl Rogers, el origen de la patología mental son aquellas cosas que las figuras significativas presentes sobre todo en nuestros años más "mozos" (padres, otros familiares, profesores o educadores y un amplio etcétera) nos transmitieron como necesarias para ser aceptados por ellos. Así, alguien que sintió que para ser aceptado por sus padres debía, por ejemplo, asumir como propia la idea de que "las personas deben aspirar a ir a la universidad", podría desarrollar mecanismos psicológicos para ahogar cualquier otra vocación que no implicase el paso por la universidad; por ejemplo, la de ser mecánico, actor o fotógrafo. Puede que años después nos encontremos a un abogado deprimido o con actitudes agresivas en su puesto de trabajo, que sufre y que ni siquiera sabe por qué está como está. Porque aquellas ideas grabadas a fuego y asumidas como propias, pese a ir contra los aspiraciones verdaderas de la persona, son difíciles de desmontar. 

La persona que empieza a hacer un proceso terapéutico o de crecimiento personal (sola o acompañada, que para salir de estos atolladeros no siempre es necesario un terapeuta), se encuentra diciéndose a sí misma, como en la canción, que últimamente ha estado perdiendo el sueño soñando con las cosas que podría haber sido. Esa persona ha comenzado a "desaprender" todo aquello que absorbió como suyo, aunque iba en contra de sus sentimientos (¡qué seres tan delicados y maleables son los niños!); es una persona que de pronto descubre que se siente tan bien haciendo lo (supuestamente) incorrecto y que se siente tan mal haciendo lo (supuestamente) correcto; que se sorprende y entra en crisis al caer en la cuenta de que todo lo que (supuestamente) me mata me hace sentir vivo y que, pese a que le han enseñado que es bueno contar dólares (o ser heterosexual, o buscar siempre estabilidad en su vida, o vestirse de una determinada manera, o ser una persona religiosa... o atea) , lo que él/ella quiere es contar estrellas. Para llegar a ello hay que contactar  con lo que sentimos realmente (siento el amor y siento que quema), más allá de lo que sutil y bienintencionadamente nos han hecho creer que es correcto sentir. El paso, a veces, es doloroso, porque implica  tomar ese dinero y mirarlo quemarse. No es fácil quemar la herencia recibida y las lecciones que aprendimos de los seres más  queridos e importantes para nosotros.

El día que te encuentres cuestionando tus "cimientos", alégrate, porque estás en el camino del crecimiento. Pero, ¿qué hace falta para llegar a un punto de conocimiento personal como para ser consciente de estas "trampas" emocionales y deshacerlas? O, aún mejor, ¿hay alguna forma de evitar que los niños lleguen a aprender cosas que luego tendrán que "desaprender"? La respuesta, en otro post, que me voy a contar estrellas.

jueves, 8 de enero de 2015

Año nuevo, propósitos viejos

Es época de propósitos. Con las doce uvas, muchos trataron de sellar un pacto consigo mismos y con su particular lista de "este año que viene tendría que..." ¿Los más comunes finales para esta frase? "...dejar de fumar", "...perder peso", "... hacer más ejercicio". Pero hay un largo, personal e ilimitable etcétera. Si con cada docena de uvas realmente estableciéramos un contrato vinculante con nosotros mismos, a estas alturas la media de adultos seríamos cuasi-perfectos. Sin embargo, esto no es así; y eso se debe a que, si revisamos el histórico de propósitos de los últimos diez o veinte años, en muchos casos los propósitos de los diferentes años se repiten más que la cebolla, con la consiguiente frustración para el que se creyó que esta vez se había propuesto cambiar "de verdad de la buena". Y aquí viene la gran pregunta: ¿qué falla entonces? ¿por qué es tan difícil cambiar nuestros hábitos? 

Esta misma pregunta se la hicieron hace ya unos treinta años los señores Prochaska y Diclemente. A lo largo de sus investigaciones se dedicaron a hacer una auténtica disección del proceso del cambio en las personas, lo cual les llevó a desarrollar un modelo que llamaron "modelo transteórico del cambio", y que se ha convertido en una referencia en lo que al cambio de hábitos y estilos de vida se refiere. Comprender este modelo nos ayudará a dar respuesta a nuestra pregunta. 

Según este modelo, todo cambio en nuestras vidas (ya sea cambiar de pareja, de trabajo, de dieta, de coche o de cualquier otra cosa o comportamiento), pasa siempre por las mismas fases. Para entender bien cómo pasamos de unas a otras es necesario comprender que todo hábito, situación o conducta (por  poco sana que ésta sea) tiene una especie de anverso y reverso, una parte positiva y otra negativa, una serie de ventajas y desventajas. Es decir, la persona que fuma, objetivamente está perjudicando su salud, pero no seguiría fumando si no hubiera al menos algo "positivo" para él o ella en la conducta de fumar, ya sea el sabor del cigarrillo, la relajación momentánea que experimenta, la sensación de inclusión en un círculo de fumadores o cualquier otra subjetivamente atrayente. La visión personal que tenemos de estas ventajas e inconvenientes va variando a lo largo de nuestro proceso de cambio, según la fase en la que nos encontremos: 

-Precontemplación, en la que la persona no es consciente de que su situación actual es problemática, ya que sólo es capaz de ver las ventajas de su conducta.
-Contemplación, en la que la persona comienza a intuir que su conducta  actual, además de las ventajas también le trae problemas y, como aturullado por "el angelito" y "el demonio" de los dibujos animados, vive en una lucha interna entre cambiar o no cambiar el hábito o la situación en cuestión. Los psicólogos y psicoterapeutas han decidido llamar ambivalencia a esa "lucha interna". En este vídeo podemos observar a una sufriente víctima de la ambivalencia:






-Determinación, en la que la persona por fin rompe la ambivalencia y decide cambiar.
-Acción, en la que la persona cambia su conducta de forma observable. 
-Mantenimiento, en la que la persona se mantiene en dicho cambio observable (tras seis meses de "acción" se habla de fase de mantenimiento). 
-Y la más temida y rechazada, el "coco" del proceso del cambio: la recaída, que es, dentro de la fase de acción o de mantenimiento, una vuelta a la conducta o hábito previo al cambio. La duración de la recaída es variable, y también varía la fase del cambio a la que se reenganchará la persona. Pese a su mala prensa, la recaída puede ofrecer mucho y muy bueno al proceso de cambio. Ya hablaremos de esto en otro post...

Prochaska y Diclemente ilustraron su teoría con este gráfico:



(Nótese que el proceso no es lineal, sino una rueda. Incluso a veces se representa como una espiral. En sus estudios vieron que los fumadores necesitaron una media de cuatro vueltas a esta rueda para conseguir dejar el hábito de fumar definitivamente)

Y ahora viene lo que, desde mi punto de vista, es el quid de la cuestión: tradicionalmente sólo hemos entendido como cambio la fase de acción, en la que el cambio "se ve". Pero, para llegar a la fase de acción y para mantenerla en el tiempo, es muy importante haber pasado concienzudamente por las fases previas. Igual que parece evidente que para cambiar de trabajo, por ejemplo, tengo que haber tomado la decisión, y para ello tengo que haber hecho una buena reflexión sobre las ventajas de mantenerme en mi trabajo actual o dejarlo y buscar uno nuevo y haber llegado a la conclusión de que "me compensa" el esfuerzo que supone ese cambio (y que supone todo cambio), lo mismo pasa con cualquier otro hábito o costumbre adquirida, ya sea dietética, de estilo de relación o de cualquier otra índole. Si nos lanzamos directamente a la fase de acción sin haber lidiado con la ambivalencia de las fases previas el resultado es el "cateado para septiembre" que acumulamos una y otra vez en muchos de nuestros propósitos (en muchos otros lo hacemos exitosamente sin darnos cuenta, no vamos a decir que nadie consigue nada de lo que se propone...). 

Así que, un poco (o un mucho) de reflexión previa es imprescindible para enfrentar con éxito la ardua tarea que supone cualquier cambio en nuestro estilo de vida. Siguiendo con Prochaska y Diclemente, sus estudios llegaron a la conclusión de que en las primeras fases del cambio (precontemplativa y contemplativa) lo más catalizador del cambio es centrarse en los inconvenientes que me supone la conducta problemática que estoy manteniendo. Para la fase de acción y mantenimiento, sin embargo, es más poderoso como motor para abstenerse de volver al "lado oscuro" concentrarse más en las ventajas que tendrá el cambio sobre mi vida.

En fin, no es imposible cambiar, sino que muchas veces no emprendemos el cambio de la manera más eficiente. Si os pica la curiosidad con todo esto del cambio y leéis en inglés, os recomiendo este libro de los propios Prochaska y Diclemente para los self-changers o personas que quieren lanzarse al "hágalo usted mismo" del cambio. Si aún así no se consigue, hay fantásticos profesionales preparados para ayudar con esto del cambio, ya sea a dejar el tabaco, el alcohol u otras drogas, bajar de peso o dejar una relación tóxica. Eso sí, desconfíe de quien le lanza una dieta y un régimen de ejercicio así sin más y no le ayuda a lidiar con la ambivalencia, porque para toda PS-4 hay una X Box One, e ignorar esto es no conocer al enemigo y precipitarse a un más que anunciado fracaso.