domingo, 10 de mayo de 2015

Sol embotellado, Sol etiquetado

Uno de los guantes que arrojó el enfoque psicoterapéutico humanista centrado en la persona a mi formación médica, nada más empezar a aproximarme a él, fue el de los diagnósticos. La mente médica se conforma para descubrir lo que está desviado de la normalidad, ponerle a esa desviación un nombre (el diagnóstico) y seleccionar de entre los tratamientos disponibles el que ha demostrado ser más efectivo para corregir dicha desviación concreta en la mayoría de individuos. Este método es bastante funcional para los hígados, los estómagos e incluso para las batidoras. Sin embargo, cuando nos metemos con las mentes, empezamos a pisar terreno escabroso. 

La psiquiatría también tiende a funcionar con categorías diagnósticas, recopilando síntomas y signos de desviación de la normalidad y agrupándolas en diferentes tipos de patologías, tratando después de encontrar patrones de tratamiento que puedan beneficiar a las personas con dicho problema o diagnóstico. Para mí, dentro de la psiquiatría, el terreno más escabroso de todos es el que trata de catalogar o categorizar los problemas de personalidad. El grupo de diagnósticos que abarca los trastornos de personalidad es el resultado de esta categorización. Son patrones persistentes y estables de conducta que se desvían de los esperado en el contexto cultural de la persona y que le provocan malestar o deterioro en áreas importantes de su funcionamiento. También se definen a veces como una "patología de las relaciones", que es donde suelen radicar la mayoría de los problemas que sufren (y con frecuencia generan) estas personas. La clasificación psiquiátrica va más allá y subclasifica a estas personas en función de ciertos elementos que caracterizan la personalidad de la persona en cuestión. Así, existen trastornos antisociales, evitativos, dependientes, histriónicos...

Desde el enfoque humanista centrado en la persona, sin embargo, se remarca la individualidad de cada ser humano, su ser único e irrepetible. Por lo que las "cajitas" diagnósticas le producen bastante alergia a este enfoque. Para este enfoque sería absolutamente impreciso meter a todas las personas con esquizofrenia dentro de la misma "caja diagnóstica", o a todas las personas con trastorno bipolar, o a todas las personas con rasgos antisociales en su patrón persistente de conducta. En este enfoque no existe el diagnóstico. Además, como según este enfoque la persona es la única capaz de encontrar las mejores soluciones para sus problemas, la parte útil del diagnóstico que radica en poder aplicar patrones de tratamiento comunes a todas las personas con un mismo tipo de problema, no tiene ningún sentido. Para el paciente, él es el único paciente a tratar, por lo que no necesita sistematizar el tratamiento para ningún otro caso.

Supongo que ahora entenderéis el dilema y la necesidad de reajuste de un médico que de pronto tiene que dejar a un lado una de sus herramientas básicas (el diagnóstico) y trabajar desde otra perspectiva. Personalmente me llevó un tiempo reconciliar estas dos partes mías: la acostumbrada a trabajar con diagnósticos (que además tiene experiencia de su utilidad) y la que reconoce con gozo la absoluta individualidad del mundo interior de las personas. Creo que ahora mismo podría enunciar ese pacto de no agresión entre ambas posturas de la siguiente forma: los diagnósticos pueden ser una ayuda en la medida en que nos ayudan a plantear hipótesis sobre las posibles causas de los problemas y conflictos que surgen en la persona; también son útiles para saber qué otras manifestaciones del problema es posible que encontremos en esa misma persona (por ejemplo, es muy probable que una persona con un síntoma de esquizofrenia como puede ser escuchar voces tenga también otros como, por ejemplo, sentirse vigilado). Y todo esto, ¿para qué? Como una ayuda a la empatía, como una especie de mapa que, siempre con la confirmación de lo que la persona en cuestión nos cuenta y nos muestra, nos puede a veces ayudar a situarnos mejor en el terreno que pisamos, a ampliar nuestra visión como unos prismáticos. Así, me da exactamente igual saber si una persona cumple todos los criterios necesarios para poder diagnosticarle de trastorno límite de la personalidad según las directrices del manual; lo útil de ubicarle mentalmente en ese espectro es saber que esta persona que nos cuenta que tiene una permanente sensación de vacío emocional es muy posible (aunque no seguro) que además tenga con frecuencia una sensación de abandono, lo cual le produce un profundo dolor. Y esto es útil en la medida en que me pueda ayudar a comprender mejor a la persona, a meterme más en su pellejo, a entrar con más profundidad en su mundo interior para, desde ese sitio privilegiado, ofrecerle luz para que busque las mejores soluciones para lo que él o ella considere que tiene que resolver.

Y así, también, hace tiempo que las "categorías" de los trastornos de personalidad se me quedan pobres, porque mi experiencia clínica sí que me habla de una complejidad, variabilidad e individualidad de cada persona que no puede ser abarcada por ninguna convención de psiquiatras o psicólogos sesudos que intenten aprehenderla y hacerla manejable. Sería como intentar poner puertas al campo, o tratar de embotellar un rayo de sol. 


No sólo la psiquiatría trata de clasificar las personalidades; son múltiples los intentos que se han hecho desde otros enfoques. Así, tenemos, entre muchos otros, el eneagrama, o la bioenergética (de la que hablamos en el anterior post), que también tienen sus tipos de personalidad o carácter y aconsejan tomar unas u otras medidas para "centrar la personalidad" (en el caso del eneagrama) o deshacerse de los bloqueos corporales (en el de la bioenergética). Pero advierten (sabiamente) que los tipos no son puros (distintos rasgos de uno u otro pueden aparecer en la misma persona), y que distintas personas con igual "tipo" pueden ser muy diferentes por muchos "rasgos" que tengan en común.  

Las clasificaciones no dejan de ser una forma de ordenar lo que la observación  nos dice sobre los hechos y sus causas, que tienden a agruparse en las personas. El peligro es absolutizarlas, darles demasiada importancia o, lo que es peor, convertirlas en etiquetas que, sin darnos cuenta, le mandan este mensaje a la persona: "tú eres así (antisocial, límite, depresivo, alcohólico...), no eres normal, y difícilmente tienes remedio". Entonces es cuando la etiqueta pasa a robar la esperanza, a encerrar a la persona, a impedirle crecer. La etiqueta pasa a ser parte de su identidad, se hace uno con ella. Entonces es cuando la persona, la parte más sana que había en ella, muere aplastada por la etiqueta .

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