miércoles, 21 de octubre de 2015

Con suavizante, por favor

Una tarde cualquiera de finales de verano, me acerco a la lavandería del barrio. Es un pequeño establecimiento, con varias lavadoras y secadoras y unos asientos en los que esperar mientras la tecnología hace la colada. A través del cristal, veo un hombre más que sentado espanzurrado en uno de los asientos, con la cabeza caída hacia un lado, la boca medio abierta, los ojos cerrados. Respira despacio y profundamente. Diría que tiene entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Viste pantalón vaquero y camiseta, no demasiado nuevos, aunque tampoco se diría que viejos ni sucios. Un sueño demasiado profundo para ser las cinco de la tarde. Empujo la puerta y se cierra tras de mí, y el ruido no le hace ni siquiera inmutarse. El espacio es pequeño y yo tengo buen olfato, así que descarto inmediatamente que sea un exceso de alcohol la causa de este sueño profundo. Al fondo, una de las secadoras está llena de ropa, pero no ha sido puesta en marcha. Cuando me acerco hacia otra lavadora para meter mi ropa, confirmo mi hipótesis: a la derecha, sobre una de las máquinas, hay un rectángulo de papel de aluminio manchado de algún tipo de sustancia, y otro pedazo del mismo papel enrollado en forma de tubo. "Fumarse un chino" es la palabra que se utiliza para designar una de las formas de consumo de heroína inhalada. Se quema en el papel de plata y el humo se inhala a través del cilindro colocado en la boca. Un rato después, ya con mi ropa lavada y seca, de camino a casa, reflexionaba sobre mis pensamientos y emociones durante esa hora mientras, en el banco frente a la lavandería, esperaba a que terminara el programa de lavado; sobre las personas que miraban por la ventana con una mezcla de miedo y no saber qué hacer; sobre la que se ofreció a "quedarse vigilando por si acaso" mientras entraba de nuevo al establecimiento para sacar mi ropa de la lavadora. Reflexionaba sobre las razones que hacían posible que yo no sintiera miedo ante una persona intoxicada de una droga que te sume en un profundo sueño. Reflexionaba sobre el hecho de que la fuente del miedo es mucha veces la falta de conocimiento. Reflexionaba sobre el hecho de que hace tan solo cuatro años me hubiera vuelto a casa con la ropa sin lavar, porque ni siquiera me hubiera atrevido a entrar. Después de trabajar tres años con personas drogodependientes me ha pasado lo normal: he conocido, he entendido. Y cuando entendemos y conocemos, el miedo se va, y deja paso a otras emociones mucho más útiles para la convivencia en la sociedad.

En mi consulta en el centro de adicciones tenía colgado en un sitio principal y bien visible este póster:




Me servía para explicar a los pacientes, y ocasionalmente a sus familias, que la adicción no es más que la punta del iceberg, no es más que un síntoma de otras cosas que están desajustadas en la vida. Lo que pasa es que lo que llama la atención (por lo escandaloso y destructivo) es la conducta de consumo, pero "bajo el mar" están un montón de factores que han afectado a la vida de la persona y que la han llevado a, entre otras cosas, consumir algún tipo de droga. ¿Qué tipo de factores? Pues algunos de tipo biológico: cierta carga genética (favorecedora, aunque NO determinante de tener un problema de adicción. Recordemos que fenotipo = genotipo + ambiente), ciertos desajustes fisiológicos (problemas en los receptores cerebrales de dopamina, alteración en las hormonas que regulan la respuesta de estrés, etc.); otros factores de tipo psicológico (por ejemplo, acontecimientos traumáticos no superados, estilo educativo demasiado rígido, o demasiado laxo, o demasiado sobreprotector, carencias en el desarrollo personal: autoestima, asertividad, etc.); y factores de tipo social (crecer en un ambiente/barrio donde las drogas son vistas como algo normal, vivir rodeado de personas consumidoras, etc.). Todos estos factores de riesgo son como papeletas para una rifa: cuantas más juntes, más posibilidades de que te toque "el gordo". 

Si entendemos la adicción como un producto de todos estos factores, la mayoría de los cuales no han sido elegidos por la persona, es más fácil tener una mirada comprensiva, empática, que entienda que quien tiene un problema gordo de verdad es la persona adicta (y sus personas cercanas); y que, si se ve en éstas, probablemente ha tenido una vida previa tortuosa y llena de obstáculos; desde ese punto de vista, es más fácil conectar con el dolor vital de esa persona que con el miedo a que "me ataque". Cuando, al cerrar la lavadora, el chico despertó por un momento, intentó sentarse recto en la silla y, como mejor pudo en medio de su intoxicación, farfulló educadamente: "Buenas tardes". Dos segundos después volvió a caer en su sueño de placer artificial y pasajero.

Y, por supuesto, si entendemos la adicción como un producto de todos estos factores, y entendemos que las personas que no tenemos una adicción es simplemente porque no tenemos estos factores de riesgo, o tenemos algunos de ellos pero además tenemos otros factores de protección que los contrarrestan (lazos familiares y sociales saludables, autoestima, asertividad, entorno seguro, alternativas de ocio...), entonces es fácil entender también que la respuesta al problema tiene que venir de ayudar a la persona a construir factores de protección y disminuir los de riesgo. Una vez más, la medicación puede ayudar, pero no lo es todo ni mucho menos. Comparto con vosotros esta charla TED de Johann Hari, donde hace una reflexión interesantísima sobre lo equivocado de los sistemas punitivos y estigmatizantes que se utilizan aún en muchos lugares para tratar de "enderezar" al adicto:


Tras mi experiencia de trabajo en adicciones, no puedo más que coincidir con este señor en que lo fundamental de un tratamiento efectivo para personas con drogodependencia es que les ayude a reconectar con la sociedad. Y esto, también según mi experiencia, es todavía un reto por conseguir. Para ello, lo primero que hay que cambiar es la forma en la que la sociedad contempla a la persona con adicción, para pasar del miedo a la aceptación (de la persona, no de sus conductas) y a tender una mano. Cuando antes de irme, ya con mi ropa limpia, le desperté y le ofrecí a aquel chico un papel en el que le había escrito a mano una dirección en la que podían ayudarle, no me dijo "Iré mañana". De hecho, también desde la experiencia sé que es muy posible que aún quede tiempo hasta que se decida a pedir ayuda. Lo que sí acertó a decir, desde su pedo de heroína, fueron unas cuantas palabras mal pronunciadas: "Pues... muchas gracias... Está muy bien". Creo que, simplemente, agradeció que alguien se le acercara sin miedo y entendiera. Así de fácil. Así de simple. Así de poco meritorio. Es sólo conocer en primera persona y querer entender lo que puede hacer que en cuatro años pases de cambiarte de acera a no poder evitar decirle a alguien "no te conozco, pero me importas como ser humano y me preocupas", como lo hacemos todos cuando vemos a alguien tropezar en medio de la calle, caerse de bruces y hacerse daño. Es  entender que "no soy ni superior ni más bueno que tú por no ser drogodependiente, simplemente he tenido mucha más suerte en la vida". Aún queda por caminar en este sentido, aún hay un estigma muy áspero. A los lavados de nuestra sociedad aún les falta suavizante.

martes, 6 de octubre de 2015

Dile a tu capitán que solicito parlamento

Cuando uno se adentra, ya sea por razones personales, profesionales o académicas, en el mundo de la salud mental y todo lo que le rodea, hay un debate que pronto sale al encuentro, y es el que plantean los psicofármacos. Uno se encuentra de pronto inmerso en una especie de "guerra de salón" en la que algunos (muchos de ellos psicólogos) desprecian con desdén o hasta arremeten contra los fármacos como unas sustancias inservibles en el mejor de los casos o hasta perjudiciales en el peor de ellos, además de generadoras de dependencia ; y otros (muchos de ellos médicos) se enfurecen al pensar en el atraso que supone no usar unas sustancias que, gracias a los esfuerzos de investigación de décadas y décadas, pueden aliviar los males de quienes sufren por esas enfermedades que son concebidas por la medicina como una alteración en el sistema nervioso de las personas.

A mí personalmente, que me siento entre dos aguas en este mundo de la salud mental, el debate me parece un poco un despilfarro de energía, porque creo que es algo así como si nos planteáramos si la ensalada hay que aliñarla con aceite o con vinagre: pues mire, hay gente que sólo con aceite, hay quien solo con vinagre y mucha gente prefiere echarle los dos. Y es que si dejamos a un lado fundamentalismos y nos quitamos los yelmos profesionales que nos tapan las orejas y nos oprimen la mente, es posible que unos y otros podamos entendernos.

En lo que a mí respecta, conozco y comparto algunos de los argumentos de ambos "bandos". Estoy de acuerdo, por ejemplo, en que tomar un psicofármaco puede entrañar el riesgo de que se pase por encima de lo que la angustia, la tristeza o la pérdida de sentido de la realidad le puede estar diciendo a la persona sobre sí misma. Uno puede quedarse en el nivel de los neurotransmisores ("si la depresión es un problema con la gestión del neurotransmisor serotonina y me tomo una pastilla que regula los niveles de serotonina, se acabó la depresión") y no preocuparse por resolver, a otro nivel, la pérdida que se ha sufrido y que ha desencadenado ese desequilibrio en la serotonina. Esto es más tentador todavía en una sociedad que nos invita al absoluto confort, a no hacer esfuerzo alguno para superarnos o crecer como personas. "Si existen unas pastillas para adelgazar que me permiten seguir comiendo exactamente igual de insano que hasta ahora, mejor que mejor", no vaya a ser que nos veamos obligados a hacer un esfuerzo para cambiar nuestro ritmo de vida o nuestros hábitos por otros más saludables:


Así, es más sencillo tomarse una pastilla que haga el trabajo por mí que hacer yo un trabajo personal que me comprometa y puede que me saque del "sofá vital" en el que estoy apoltronado. 

También estoy de acuerdo en que la industria farmacéutica tiene golosísimos intereses en hacer pensar a todo el mundo que necesita un psicofármaco, y pone en marcha toda su maquinaria como lobby para psiquiatrizar cualquier malestar que la vida nos trae. Estar triste o nervioso puede ser perfectamente normal, un mecanismo para facilitar nuestra adaptación al medio, como ya vimos en otro post. El problema real viene cuando la cosa se va de madre y pasa a ser algo desadaptativo. Ahí es cuando hay que hacer "algo más". 

Y, compartiendo estos argumentos, también tengo la experiencia clínica de ver a personas con problemas de salud mental pasando por situaciones de mucho sufrimiento; con tanto dolor que no pueden ni siquiera retirar el esparadrapo para enseñar la herida; con tanta angustia que no pueden sentarse en una consulta a hablar de su dolor; con unas voces en su cabeza tan reales para sí mismos y tan amenazadoras como para paralizar completamente su vida; con tanta ansiedad como para no atreverse a salir de casa, y no llegar a una cita de terapia. En estos casos, creo que tener un fármaco y no darlo es como hacer caminar a pie hasta el hospital a alguien que acaba de romperse la pierna por tres sitios. Si nos ponemos naturistas y decimos que hay que optar sólo por lo natural, refinaré las palabras de uno de mis profesores del hospital Gregorio Marañón, cuando nos explicaba que no todo lo natural es bueno, porque "una patada en los testículos es algo muy natural" y no gusta precisamente. En el extremo contrario, tampoco me siento cómoda cuando contemplo a esas personas enlentecidas por un exceso de medicación: si un adolescente o un niño se tiene que quedar dormido de pura sobremedicación en clase para poder lidiar con su trastorno de hiperactividad, algo falla...

En fin, pese a esta nube de argumentos y contraargumentos, mi postura es clara, y sigo con el ejemplo de la pierna rota, en la que los psicofármacos serían el equivalente a una muleta: si te has hecho un torcedura leve, no te voy a dar una muleta, sino una tobillera si acaso, o a lo mejor nada de nada. Si te has roto una pierna, te voy a dar rehabilitación (que equivaldría a la psicoterapia) para que recuperes la función de la pierna; pero tendré que escayolarte un tiempo primero y darte una muleta para que puedas ir tirando, porque el proceso va a ser largo y necesitarás vivir mientras tanto, y cada vez que apoyas el pie te quieres morir. Y si no te la doy quizás ni siquiera puedas salir a la calle para ir al fisio. Eso sí, el trabajo importante en el sentido profundo y a largo plazo es la rehabilitación; porque su objetivo, al igual que debe ser el de la psicoterapia, es que la persona sea capaz de valerse por sí misma, de caminar sin muletas. Hay también personas que, por el problema que tienen, toda la vida tienen que caminar con una muleta: aceptemos también esta realidad; y, sobre todo, dejemos a la persona decidir cómo quiere caminar: si quiere cojear, si quiere ir con muleta, sin muleta, en carrito, o entrenarse para correr maratones aunque sea cojo. Pongamos a disposición de la persona todas las armas que tenemos para ofrecerle para su batalla personal contra los problemas de salud mental. Expliquémosle ventajas e inconvenientes y dejémosla decidir como persona libre que es. Y hagamos que se sienta acompañada en su decisión, porque es su vida lo que está en juego en todo caso.  

En fin, que, como en Piratas del Caribe, lo más sensato, antes de que un bando sentencie de muerte a otro, sería solicitar parlamento.