miércoles, 17 de noviembre de 2021

La anticipación os hará libres

 Si, como todos sabemos, la medicina se roza con la ética continuamente, lo de la psiquiatría y la ética es más bien como ser hermanas siamesas y estar irremediablemente condenadas a tener que aprender a llevarse bien. Mala fama han tenido siempre sus relaciones, observadas siempre por la ventana del patio de vecinas social, señalando en los corrillos de vecindario cómo tras los cristales de la vivienda de esta pareja de hermanas se ven escenas muy muy difíciles de explicar. Paradójico también, porque ese mismo vecindario social que se agolpa en corrillos es el que desde hace siglos viene dando a los médicos primero y a los psiquiatras más tarde, cuando aparecieron hace tan sólo un par de siglos, el mandato social de gestionar la locura de forma que no molestara demasiado a la mayoritaria parte de la población que no se sale de lo esperado para su tiempo y su contexto cultural (como más detallada y acertadamente describe el doctor Alberto Fernández-Liria en su libro "Locura de la Psiquiatría").

Así, los psiquiatras nos encontramos tomando casi a diario (según el contexto en el que trabajemos: más frecuentemente en el contexto hospitalario; menos en el ambulatorio) decisiones difíciles de digerir para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. La sociedad, al hacernos ese encargo de gestionar lo que se sale de la norma social, nos otorga grandes poderes sobre la libertad de los que en un momento dado tienen comprometida la capacidad para valorar las consecuencias de sus actos. Así, se nos otorga poder para internar involuntariamente a los pacientes, argumentar a favor o en contra de su capacidad para tomar decisiones acerca de su salud o la gestión de su dinero, o para coartar su movilidad física cuando juzguemos que que nadie lo haga puede poner en grave peligro la integridad del enfermo o la de terceros. No faltarán, como en cualquier profesión, personas que gocen de poseer este poder, ni personas que abusen de él; pero, hablando desde mi experiencia, creo que la gran mayoría vivimos esta parte de nuestro trabajo como una gran faena (por no usar otra palabra), algo que va en el pack de esta profesión y de lo que no podemos zafarnos para vivir solamente esas partes más luminosas de la misma en las que nos parecemos menos a un juez o a un policía y más a ese sanador compasivo (en el mejor sentido de la palabra compasivo) que es el médico o el terapeuta en el imaginario colectivo. Como sabiamente dijo el tío de Spiderman, "un gran poder conlleva una gran responsabilidad". En este caso, una responsabilidad a largos ratos abrumadora. 



Psiquiatras abrumados y pacientes confusos y violentados al ver que quienes les tienen que cuidar a veces emprenden acciones que hay que explicar mucho para que se entienda que tienen esa finalidad; ambos conflictuados ante el mensaje ambivalente de una sociedad que manda a la vez cuidar y restringir, que encarga un círculo cuadrado en el que hay que respetar y velar por el enfermo y sus intereses, pero sin que la sociedad tenga que arriesgar ni un ápice los suyos. En este sindios de ética, terapéutica y debate sobre el derecho a la autodeterminación personal y la protección de la mayoría, llega un jinete que trae esperanza de que se pueda empezar a desfacer este entuerto. Con ustedes, las voluntades anticipadas en salud mental.

¿Qué pasaría si esa persona cuyo estar en el mundo transita en ocasiones por estados de la conciencia en los que no puede tomar las buenas decisiones que toma en otros momentos de su vida tuviera la oportunidad de adelantarse a esos momentos de pérdida de lucidez y dejar escrito cómo quiere que se le ayude en esas ocasiones? Voila! Eureka! ¿No sería mucho menos traumática la vivencia de la actuación del sistema de cuidados si uno puede dejar dicho de antemano qué quiere y qué no quiere para sí en esos momentos? Esto, que lleva ya muchos años en funcionamiento para las enfermedades somáticas (en España desde 2002 uno puede registrar sus voluntades anticipadas por si llegara un momento en el que hay que tomar decisiones críticas acerca de si aplicar o no procedimientos invasivos para mantenerlo a uno con vida), no termina de llegar para las cuestiones de salud mental. El  proyecto de nueva ley de Salud Mental lo lleva entre sus propuestas, pero no sabemos si prosperará. ¿No facilitaría mucho las cosas que los pacientes pudieran decidir con antelación qué medidas de entre las disponibles quieren que se tomen si surge una próxima crisis grave en su problema de salud mental? ¿No se sentirían más autónomos los pacientes y más partícipes de su tratamiento si pudieran dejar dicho cómo están de acuerdo en que se les trate? ¿Y no se sentirían menos abrumados esos psiquiatras cuando aplican una medida difícil si meses antes hubiera habido una conversación reposada entre médico y paciente en la que pudieran valorar todas las opciones disponibles y decidir la mejor estrategia posible en situación de crisis? Parece lógico, pero no termina de llegar.  

Conste que no pretendo decir que sería algo sencillo. Se requerirían conversaciones en las que habría que hablar largo y tendido del posible curso de la enfermedad, de las opciones disponibles, habría que profundizar en las preferencias y prioridades del paciente, habría que valorar cómo encajarlas dentro de lo que ofrece el sistema de cuidados, habría que trabajar en las incertidumbres y miedos de los terapeutas (que son las que a veces llevan a tender hacia las decisiones más restrictivas)... Y todo esto conlleva algo que escasea en el sistema sanitario, porque encarece la atención: tiempo. Un tiempo que, a cambio, redundaría en un mayor conocimiento de los pacientes de ciertos aspectos de sus problemas de salud mental y de los profesionales y la sociedad de las necesidades reales de quienes viven con ellas, en un espacio para expresar preferencias e inquietudes, en un mayor conocimiento de los profesionales y de la sociedad en general de lo que tiene sentido y lo que no para quienes viven en primera persona estos problemas, en un aumento de la autonomía del que sufre y en una sensación del terapeuta de que su lugar se coloca un poco más cerca del polo de ser persona que cuida. 

La decisión está en manos de la sociedad, esa que lleva siglos dando mandatos a los profesionales de la salud mental. Ojalá, por fin, el mandato sea que la humanidad y la sensibilidad venzan al miedo. Hay mucho que ganar.


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