martes, 3 de febrero de 2015

Las licencias de James Bond

Es domingo y hace una preciosa mañana de invierno, de esas de Madrid: con un frío que pela, pero un cielo azul intenso que da gusto mirar. Hemos subido al parque de El Retiro a correr un rato y, cuando ya volvemos por la transitada avenida que sube hacia la estatua del Ángel Caído, se acerca un coche de policía municipal y, a nuestras espaldas, un padre le dice a su hijo de no más de siete años, que aparentemente acaba de tener una pequeña rabieta: "¿Ves? Te has enfadado y ha venido la policía". Nuestros ojos, como platos. No sé cómo se habrían quedado los de la media nacional de padres que lidian a diario con los enfados y/o malos humores de sus hijos... Lejos de juzgar la apertura o no de ojos, quisiera aportar una reflexión sobre el "suceso", por si a alguien le sirve de algo. Y si no es así, pues a otra cosa mariposa.

En otro post hablaba acerca de cómo según el señor Carl Rogers la opinión de las personas significativas (significant others) del niño tiene un peso crucial en el desarrollo de la personalidad. En ese post lanzaba también al final la pregunta: ¿cómo podemos hacer para que los niños no tengan que "desaprender" tantas cosas cuando son adultos? Pues bien, de eso va este post.

Volvamos a nuestro (seguramente) bienintencionado padre que pasea con su hijo: ¿por qué le dice lo que le dice? Y, más importante aún, ¿qué transmite a su hijo la bienintencionada frase? Empecemos con la segunda cuestión. Y no hay que hacer demasiado sesudas disquisiciones para hacer la traducción simultánea de la frase en la mente del niño: "Las personas buenas no se enfadan. A papá no le gusta que me enfade. Yo quiero ser bueno y gustar a papá, así que no debo enfadarme". ¿Y por qué el padre dice esto a su hijo? Pues podemos formular varias hipótesis que van desde que lo único que quiere ese padre en el mundo es que cese la rabieta de su hijo para poder disfrutar de un agradable paseo en familia, hasta que él mismo aprendió (de sus personas significativas) que el enfado es algo que no está bien mostrar, pasando porque quizás no sabe ya qué hacer con la rabieta de su hijo y se aferra a cualquier clavo ardiendo que pase (con coche patrulla incluido) para solventar de una vez la situación.

 De lo que seguro que no es consciente este padre es de los potenciales problemas que puede acarrearle en el futuro a su hijo aprender que hay sentimientos que es mejor no expresar. Es curioso, porque tendemos a clasificar los sentimientos en una especie de cajones con etiquetas "positivo" y "negativo". En la de lo positivo metemos cosas como alegría, ternura, bienestar, ilusión; en la de lo negativo metemos otras como la tristeza, la rabia, la vergüenza. Y sí, unas son agradables y otras desagradables; pero es importante entender que todas y cada una de las emociones tienen una función. La tristeza, por ejemplo, nos informa de que hemos perdido algo importante; el enfado, por su parte, nos hace saber que nuestros límites personales han sido transgredidos. Y todo eso es valiosísima información para tomar nuestras decisiones en la vida, para saber cuál es el siguiente paso que quiero dar, hoy que tengo siete años y el día que tenga sesenta. Pero si desde pequeñito/a se me comunica que hay emociones que debo reprimir (¡so pena de que me lleve la policía y todo!... o de que papá no me mire con buenos ojos), me será probablemente más difícil escucharlas cuando vengan, y como consecuencia me faltará información para tomar mis decisiones autónoma y sanamente. 

"Y entonces", me dirán miles de padres cabreados, "¡¿que el niño haga lo que le venga en gana?!" (si es así, más de uno se da de baja de padre ipsofacto)




Nooooo, traquilidad, que no todo el monte es orégano desde esta filosofía educativa. Una cosa es lo que siento y otra es lo que hago. Por ejemplo, uno puede cabrearse enormemente con su jefe porque le ha tratado de forma injusta. En esta situación en la que uno está francamente enfadado tiene, al menos, dos opciones: a) Pincharle las ruedas del coche al odioso jefe; o b) Hablar con el jefe y explicarle que va a elevar una queja a los niveles superiores por el trato desfavorable que ha sufrido. La emoción subyacente es la misma: enfado. Lo que no es lo mismo es lo que hacemos con ese enfado. La opción b) parece mucho más adecuada para convivir en sociedad. Y curiosamente la opción a) es la que nos sale espontáneamente en "el calentón", y quizás incluso nos arrepentiríamos de ella unos minutos después de llevarla a cabo. Hace falta haber aprendido a gestionar las emociones para, en lugar de quemar contenedores, hacer una protesta pacífica. Y en el caso del niño, parece perfectamente razonable impedir que en su rabieta se ponga a destrozar el supermercado. Pero lo que no parece en absoluto razonable es negarle su derecho a estar enfadado; porque no somos responsables de nuestras emociones (que vienen como vienen y su razón tendrán para venir), sino de los actos que cometemos cuando las sentimos. Una de las mejores cosas que podemos hacer por los niños es ayudarles, precisamente, a reconocer y valorar las emociones que están sintiendo, porque éste es un lenguaje que tienen que aprender, más importante que el inglés o las matemáticas, si quieren poder desenvolverse satisfactoriamente en la vida. Y además, curiosamente, aprender a reconocer nuestras emociones y darles valor nos libra de depender del juicio de papá o de mamá para decidir lo que quiero o no quiero para mi vida. Ésta es, por tanto, una de las claves para que ese niño, en el futuro, no tenga tanto que "desaprender", tanto material adquirido de otros que no se ajusta a lo que él/ella, persona única e irrepetible, realmente quiere.

Por si os pica la curiosidad y/o sois padres o madres y/o trabajáis con niños o adolescentes, os dejo la referencia de este estupendo libro donde se explica el estilo educativo que a mí hasta ahora me ha parecido más respetuoso para con los niños/as y con más sentido de todos los que he conocido. Una auténtica joya.

En fin, que en ese mundo ideal en el que las personas hacemos una sana gestión de nuestras emociones, a James Bond le cambiaríamos la "licencia para matar" por la "licencia para estar muy_pero_que_muy_cabreado". 

sábado, 24 de enero de 2015

Aristóteles nos la lió...

Aristóteles, una de las raíces indiscutibles del actual pensamiento occidental, nos dejó como herencia, entre otras muchas cosas, la concepción de que el cuerpo y el alma estaban separados. Él mismo ya bebía del pensamiento de Platón, que afirmaba que "el cuerpo es la cárcel del alma". Y así, siglos y siglos después, nuestra cultura está impregnada de estas ideas, reforzadas por un pensamiento "oficial" cristiano que durante muchos siglos se ha esforzado en difundir los riesgos inherentes a prestar demasiada atención a las necesidades del cuerpo si se quería "salvar el alma"; y al señor Descartes, que también fue hijo de este tipo de concepciones dualistas, y hasta el día de hoy nos llega su influencia. 

La Medicina, como tantas otras disciplinas, ha bebido de las fuentes clásicas y se adhiere al método científico planteado por Descartes, por lo que resulta lógico entender que se haya visto salpicada de esta concepción dualista. Así, la medicina actual (aunque no faltan profesionales que cuestionen este modelo aún imperante) sigue muy empapada de esa separación entre cuerpo y mente. 

En los años 70  surgió el modelo biopsicosocial, de la mano de Engel, un psiquiatra norteamericano. Este modelo explica la salud y la enfermedad teniendo en cuenta que, además de los factores biológicos, los factores psicológicos y los sociales influyen en ellas. La OMS refleja su intención de apoyarse en este nuevo modelo en su propia definición de salud. Sin embargo, el modelo no ha terminado de calar, y nos seguimos encontrando una gran masa de profesionales de la salud (sobre todo médicos) que entienden la enfermedad exclusivamente como un fallo en los procesos biológicos. 

Todo lo que ocurre en la mente tiene un reflejo biológico, claro que sí (hormonas, neurotransmisores...), pero no es ese el caso. El problema viene cuando en el diagnóstico y tratamiento de los problemas de salud se obvia lo que tiene que ver con lo psicológico y lo social. Así, si una mujer acude a la consulta con dolores de cabeza constantes e insomnio y su médico se limita a darle ibuprofeno y pastillas para dormir, el tratamiento, desde mi punto de vista, es de mala calidad. Puede que no haya una causa más allá; pero también puede que, quizás, si preguntamos a esa mujer, nos cuente que el dolor comenzó justo cuando empezó a tener algunos problemas con su pareja. Y sí, el dolor se produce porque hay una serie de sustancias químicas que estimulan los receptores del dolor... pero obviar cuál ha sido el desencadenante de este dolor no ayuda a enfocar el problema de un modo que permita solucionarlo desde su raíz. Este vídeo de Disney nos lo explica de un modo bastante ameno:



Después de trabajar una temporadita de casi tres años en un centro de tratamiento de adicciones, ese problema de salud en el que es tan obvio que la salud (o la falta de ella) afecta a todas las esferas de la vida de una persona, no me cabe ninguna duda de que el único modo de ayudar a las personas a estar más sanas es desde este enfoque integral; en el que hay que entender la biología de lo que está pasando (la dopamina está funcionando anómalamente), pero es un error de concepto dejar de lado los aspectos psicológicos que llevan a una persona a recurrir a una droga para calmar el sufrimiento al que no puede hacer frente, o cómo esto afecta a su pareja o familia. O cómo, por ejemplo, problemas con la pareja o familia pudieron ser desencadenantes para empezar a consumir alcohol u otras drogas. 

Afortunadamente, se van abriendo caminos en este sentido. Estos días, por ejemplo, he estado leyendo la interesantísima web de Odile Fernández, médico de familia que cuenta cómo consiguió vencer un cáncer de ovario con metástasis gracias a la oncología integrativa, esto es, yendo más allá de la pura quimioterapia y teniendo en cuenta otros factores implicados en el proceso de salud/enfermedad. Os recomiendo su lectura (y sus deliciosas recetas de cocina, ya que la alimentación saludable es uno de los pilares de su propuesta).

La pregunta, entonces, sería: ¿cuidas tu salud en todos sus componentes, físico, psicológico/emocional/espiritual y social? ¿o te limitas a tomarte un ibuprofeno cuando te duele la cabeza? Veintitantos siglos después, ya va siendo hora de ir un pelín más allá de Aristóteles, ¿no os parece?