domingo, 28 de noviembre de 2021

Brindo por tu locura (sobre "Por si las voces vuelven", de Ángel Martín)

Ayer por la noche, ya a altas horas, terminé el libro de Ángel Martín, "Por si las voces vuelven". Yo, que tengo dificultad para encontrar tiempos para sentarme tranquilamente a leer (debería hacérmelo mirar, lo sé), me lo he bebido en menos de una semana. Si miras las reseñas en Amazon, verás que no soy la única a la que le ha pasado. Y no sólo es que me haya atrapado mientras leía, sino que me he sorprendido pensando en muchas de las cosas que cuenta y sobre las que reflexiona en el libro incluso fuera de esos tiempos de lectura. Sospecho que era parte de lo que Ángel pretendía, así que, enhorabuena, tío. Y como es de esos libros que deja una huella, y que de alguna forma quisieras regalarlo mucho y que lo leyera mucha gente porque intuyes que tiene mucho que aportar, he pensado que en lugar de dejar una reseña en Amazon, le voy a dedicar un post, que así me explayo a mis anchas. Porque por alguna razón siento muchas ganas de hablar de ello.



No hago ningún spoiler si cuento que el libro va de las vivencias de Ángel cuando se volvió "loco" hace unos años, porque es lo que él mismo pone en la contraportada. Y, de hecho, me atrevo a usar la palabra "loco" porque él la usa más de cien veces en el libro, mandando a tomar viento el estigma de una de las maneras más bonitas y maduras del mundo: desnudándola de connotaciones peyorativas. Y eso es algo que sólo puede hacer alguien que pertenece al grupo de personas que han pasado por ese estado; algo que, como si dijéramos, sólo se puede hacer desde dentro. Para ello, eso sí, tienes que tener tus cimientos muy bien puestos, porque quizás el peor estigma es el que uno se carga sobre sí mismo. Creo que al repetir una y otra vez frases como "cuando te vuelves loco...", "mientras estuve loco..." o "lo bueno de la locura...", Ángel va vaciando poquito a poquito esa palabra de las toneladas de matices estigmatizantes acumulados durante siglos. Al final del libro (ole tu magia, Ángel) acabas mirando a "los locos" con cierta envidia. Bravo.

Y es que Ángel cuenta su experiencia con pelos y señales (igual se ha guardado cosas para sí mismo, pero cuenta muchas, muchísimas). Como psiquiatra que soy, lógicamente no me resulta ajeno lo que cuenta sobre sus síntomas. Somos de los pocos profesionales que tenemos el privilegio de asomarnos a lugares tan íntimos de las personas como son sus pensamientos, sus sentimientos, sus esperanzas y los fenómenos "curiosos" que suceden en la mente cuando el estrés de cualquier tipo (químico, psicológico o social) la pone a más revoluciones de la cuenta. Cuando te empiezas a formar com profesional de la salud mental, alucinas (valga la paradoja) cuando vas descubriendo lo que puede hacer la cabeza en este estado. A mí, personalmente, tener delante a diario a personas que pasan por estas experiencias me dejaba y me deja con una doble sensación: por un lado, me encoge el corazón por el sufrimiento que en la inmensa mayoría de los casos llevan asociadas; por otro, me sale algo así como una reverencia ante los mecanismos tan sofisticados que es capaz de utilizar la mente para lidiar con el estrés (que al final es lo que está haciendo cuando desarrolla síntomas). Entender que los síntomas mentales tienen un sentido, y que la cabeza de alguna forma sabe lo que se hace, y entre lo malo y lo menos malo elige los menos malo, fue un hito en mi formación como psiquiatra. Esa parte de mí, la profesional que ama su profesión desde esta doble vertiente, ha disfrutado de lo lindo leyendo a Ángel, porque a Ángel le pasa algo que no siempre sucede en estos casos: recuerda con minucioso detalle todo lo que le pasó durante este tiempo, todo lo que pensaba, sentía y hacía. Y nos lo cuenta como quien cuenta un viaje asombroso, anécdota por anécdota, enseñándonos todas las fotos. En mi opinión este libro debería ser de obligada lectura para todo MIR de primer año de psiquiatría. 

Pero ese, siendo ya un plano tremendamente profundo, es el plano más superficial del libro. Es el plano que te despierta la curiosidad y te invita a ponerte unas gafas de realidad virtual para vivir una experiencia que, si no has pasado por un estado psicótico, nunca has vivido. Y, repito, es un plano maravillosamente narrado, porque desde su recordar cada detalle y desde su capacidad para entender ahora lo que estaba pasando entonces, Ángel logra transmitirnos la  incontestable coherencia interna que tiene cada cosa de las que pasa en la cabeza de una persona en estado psicótico. Y, al acercarnos a ese sentido del aparente sinsentido, me huelo que barre la tremenda parte del estigma que viene del miedo a lo desconocido o a lo que no se logra entender. Me la juego a que la gente que haya leído este libro la próxima vez que vea a alguien hablando solo por la calle (sin manos libres, que hoy en día si ves a alguien hablando solo hay que mirarle atentamente las orejas) en lugar de miedo sentirá ternura y compasión (com-pasión= sentir con, muy relacionado con la empatía, en absoluto con la lástima). Sentirá ganas de decirle: "me hago cargo de la movida por la que debes de estar pasando y te deseo lo mejor. ¿Puedo ayudarte en algo?". 

Pero, repito, hay un plano aún más profundo en el libro; y es el que tiene que ver con la forma en la que Ángel ha sido capaz de convertir la experiencia más crítica de su vida en una oportunidad de crecimiento. Si se vendiera en frascos, sería "Eau de Résilience", y qué bueno sería que lo petara en ventas estas navidades como perfume para regalar, porque falta nos hace con la que está cayendo. Más allá de sus síntomas, narrados con un humor y una ternura que te hacen reír a carcajadas y conmoverte a partes casi iguales, Ángel comparte la reflexión que ha hecho sobre todo esto que le ha pasado; y contemplamos con una sonrisa esperanzada (la esperanza de que es posible hacer algo así, también para cada uno de nosotros) cómo no se ha limitado a pasar por ello de puntillas y cuanto antes, sino que ha visto en todo ello una forma de replantearse la vida para construir una que de verdad valga la pena. Desde mis gafas humanistas diría que Ángel ha sabido ver en la locura la oportunidad para recontactar con lo más genuino de sí mismo y darle espacio de entonces en adelante. No sé si hay algo más importante en la vida... Y tiene la generosidad de compartir las claves que él ha descubierto (esta vez de verdad de la buena, en ese plano "real" que todos compartimos) para descifrar la vida. Ahí es cuando empiezas a sentir envidia, y cuando te das cuenta de que el libro tiene mucho sobre ti y para ti aunque no hayas estado "loca o loco". Del síntoma al sentido de la vida. Ahí es nada. Repito: este libro debería ser de obligada lectura para todo MIR de primer año de psiquiatría (para que seamos conscientes de la envergadura de lo que acompañamos)... y de la vecina o vecino del quinto que tod@s somos, que igual tras leerlo sentimos que hay un poco más de luz respecto a por dónde buscar eso que no acabamos de encontrar. Mensaje humanista a tope; colorido, optimista y esperanzador. Lo dicho: lo voy a regalar mucho.

Para terminar os diré que he estado navegando por estos dos planos (el de la fascinación con el cerebro y la fascinación con la resiliencia) durante toda la lectura. Como Ángel lo cuenta con tanto detalle, casi podría hacer un informe clínico detallado, de esos llenos de términos rimbombantes y diagnósticos que usamos los psiquiatras para comunicarnos entre nosotros y con otros profesionales sobre las movidas que le pasan a la gente en la cabeza. Pero me quedo con otro diagnóstico: Ángel es un tipo al que no conozco personalmente, pero que ya me empezó a caer muy bien cuando me enganché hace un año a su Informativo Matinal Exprés. Después de que me/nos regale este relato me huelo más cosas: me huelo que Ángel es un tío muy listo, con una dimensión de profundidad que está precisando como agua este momento histórico y con la generosidad de querer usar su posición mediática para generar algo que ponga algo de cordura en la verdadera locura que es la vida que nos hemos montado en esta era. 

Brindo por tu locura, Ángel. Gracias por compartirla y por hacerlo de esta forma. Como tú nos dices cada día al final de tu Informativo, aunque en el plano más concreto y superficial no nos conozcas de nada, "te quiero muchísimo. A seguir haciendo cosas". Por favor, sigue regalándonos tus cosas.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

La anticipación os hará libres

 Si, como todos sabemos, la medicina se roza con la ética continuamente, lo de la psiquiatría y la ética es más bien como ser hermanas siamesas y estar irremediablemente condenadas a tener que aprender a llevarse bien. Mala fama han tenido siempre sus relaciones, observadas siempre por la ventana del patio de vecinas social, señalando en los corrillos de vecindario cómo tras los cristales de la vivienda de esta pareja de hermanas se ven escenas muy muy difíciles de explicar. Paradójico también, porque ese mismo vecindario social que se agolpa en corrillos es el que desde hace siglos viene dando a los médicos primero y a los psiquiatras más tarde, cuando aparecieron hace tan sólo un par de siglos, el mandato social de gestionar la locura de forma que no molestara demasiado a la mayoritaria parte de la población que no se sale de lo esperado para su tiempo y su contexto cultural (como más detallada y acertadamente describe el doctor Alberto Fernández-Liria en su libro "Locura de la Psiquiatría").

Así, los psiquiatras nos encontramos tomando casi a diario (según el contexto en el que trabajemos: más frecuentemente en el contexto hospitalario; menos en el ambulatorio) decisiones difíciles de digerir para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. La sociedad, al hacernos ese encargo de gestionar lo que se sale de la norma social, nos otorga grandes poderes sobre la libertad de los que en un momento dado tienen comprometida la capacidad para valorar las consecuencias de sus actos. Así, se nos otorga poder para internar involuntariamente a los pacientes, argumentar a favor o en contra de su capacidad para tomar decisiones acerca de su salud o la gestión de su dinero, o para coartar su movilidad física cuando juzguemos que que nadie lo haga puede poner en grave peligro la integridad del enfermo o la de terceros. No faltarán, como en cualquier profesión, personas que gocen de poseer este poder, ni personas que abusen de él; pero, hablando desde mi experiencia, creo que la gran mayoría vivimos esta parte de nuestro trabajo como una gran faena (por no usar otra palabra), algo que va en el pack de esta profesión y de lo que no podemos zafarnos para vivir solamente esas partes más luminosas de la misma en las que nos parecemos menos a un juez o a un policía y más a ese sanador compasivo (en el mejor sentido de la palabra compasivo) que es el médico o el terapeuta en el imaginario colectivo. Como sabiamente dijo el tío de Spiderman, "un gran poder conlleva una gran responsabilidad". En este caso, una responsabilidad a largos ratos abrumadora. 



Psiquiatras abrumados y pacientes confusos y violentados al ver que quienes les tienen que cuidar a veces emprenden acciones que hay que explicar mucho para que se entienda que tienen esa finalidad; ambos conflictuados ante el mensaje ambivalente de una sociedad que manda a la vez cuidar y restringir, que encarga un círculo cuadrado en el que hay que respetar y velar por el enfermo y sus intereses, pero sin que la sociedad tenga que arriesgar ni un ápice los suyos. En este sindios de ética, terapéutica y debate sobre el derecho a la autodeterminación personal y la protección de la mayoría, llega un jinete que trae esperanza de que se pueda empezar a desfacer este entuerto. Con ustedes, las voluntades anticipadas en salud mental.

¿Qué pasaría si esa persona cuyo estar en el mundo transita en ocasiones por estados de la conciencia en los que no puede tomar las buenas decisiones que toma en otros momentos de su vida tuviera la oportunidad de adelantarse a esos momentos de pérdida de lucidez y dejar escrito cómo quiere que se le ayude en esas ocasiones? Voila! Eureka! ¿No sería mucho menos traumática la vivencia de la actuación del sistema de cuidados si uno puede dejar dicho de antemano qué quiere y qué no quiere para sí en esos momentos? Esto, que lleva ya muchos años en funcionamiento para las enfermedades somáticas (en España desde 2002 uno puede registrar sus voluntades anticipadas por si llegara un momento en el que hay que tomar decisiones críticas acerca de si aplicar o no procedimientos invasivos para mantenerlo a uno con vida), no termina de llegar para las cuestiones de salud mental. El  proyecto de nueva ley de Salud Mental lo lleva entre sus propuestas, pero no sabemos si prosperará. ¿No facilitaría mucho las cosas que los pacientes pudieran decidir con antelación qué medidas de entre las disponibles quieren que se tomen si surge una próxima crisis grave en su problema de salud mental? ¿No se sentirían más autónomos los pacientes y más partícipes de su tratamiento si pudieran dejar dicho cómo están de acuerdo en que se les trate? ¿Y no se sentirían menos abrumados esos psiquiatras cuando aplican una medida difícil si meses antes hubiera habido una conversación reposada entre médico y paciente en la que pudieran valorar todas las opciones disponibles y decidir la mejor estrategia posible en situación de crisis? Parece lógico, pero no termina de llegar.  

Conste que no pretendo decir que sería algo sencillo. Se requerirían conversaciones en las que habría que hablar largo y tendido del posible curso de la enfermedad, de las opciones disponibles, habría que profundizar en las preferencias y prioridades del paciente, habría que valorar cómo encajarlas dentro de lo que ofrece el sistema de cuidados, habría que trabajar en las incertidumbres y miedos de los terapeutas (que son las que a veces llevan a tender hacia las decisiones más restrictivas)... Y todo esto conlleva algo que escasea en el sistema sanitario, porque encarece la atención: tiempo. Un tiempo que, a cambio, redundaría en un mayor conocimiento de los pacientes de ciertos aspectos de sus problemas de salud mental y de los profesionales y la sociedad de las necesidades reales de quienes viven con ellas, en un espacio para expresar preferencias e inquietudes, en un mayor conocimiento de los profesionales y de la sociedad en general de lo que tiene sentido y lo que no para quienes viven en primera persona estos problemas, en un aumento de la autonomía del que sufre y en una sensación del terapeuta de que su lugar se coloca un poco más cerca del polo de ser persona que cuida. 

La decisión está en manos de la sociedad, esa que lleva siglos dando mandatos a los profesionales de la salud mental. Ojalá, por fin, el mandato sea que la humanidad y la sensibilidad venzan al miedo. Hay mucho que ganar.