martes, 14 de febrero de 2017

Silencio, se sueña

Cuando pensamos en los sueños y en lo que pueden decirnos acerca de nosotros mismos es inevitable, gracias a la poderosa educación informal que ejerce sobre nosotros el cine, que nos venga a la mente un señor o señora tumbado en diván que relata lo que ha soñado, y otro señor muy serio que interpreta lo que, sin lugar a dudas, el sueño quiere decir. Seguro que muchos también hemos curioseado alguna vez alguno de esos libros de divulgación de puesto callejero de segunda mano en los que, como si de un diccionario se tratara, te explican qué significa soñar con que se te caigan los dientes, estar mudo o poder volar. No nos lo acabamos de creer, pero lo curioseamos por si acaso, porque de alguna forma nos atrae resolver el enigma que encierra algo tan envuelto en misterio como es el contenido de los sueños. Lo onírico atrae; por su extrañeza, porque es algo que escapa a nuestro control y porque de algún modo intuimos que, siendo extraños por naturaleza, están empapados de cosas nuestras, algo tienen que ver con nosotros.


Un alternativa  a que un libro o un señor nos digan por qué soñamos los que soñamos es que sea el propio soñador quien descifre lo que el sueño le dice sobre sí mismo: ésta es, precisamente, la esencia del trabajo que la Gestalt hace con los sueños. Desde la perspectiva gestáltica, todos los elementos que aparecen en un sueño son partes de la persona que está soñando. Así, es como si cada noche la persona que sueña produjera una película para ser disfrutada (o sufrida, si es una pesadilla) en pase privado por el propio soñador. Y ese soñador, además de productor, es director, actor camaleónico capaz de representar todos los papeles, atrezzo, música, iluminación... Todo, absolutamente todo lo que aparece en el sueño son "partes" del soñador. Es por ello que nadie mejor que el artífice de la película para llegar a entender en toda su plenitud qué pinta cada uno de esos elementos en ella. El soñador es el único capacitado para poner el sello "certified" a las afirmaciones sobre lo que un sueño quiere o no quiere decir. Muy en línea con todo lo que huele a terapia humanista, la persona es la que más sabe sobre sí misma.


Entonces, ¿de qué manera nos hablan nuestros sueños sobre nosotros mismos? La verdad es que es un material que da mucho, pero que mucho juego en la exploración personal. Un solo sueño (o una secuencia corta de un sueño) suele contener varios elementos que serían como puertas para acceder a aspectos profundos de uno mismo, incluso aunque esos elementos con frecuencia puedan resultarnos extraños o ajenos. Puede que sueñes que pierdes en una carrera de caballos para la que llevabas mucho tiempo entrenando, cuando nunca en tu vida te has subido a un caballo. La carrera, los caballos, incluso la pista (que a lo mejor era resbaladiza porque hacía mal tiempo, por ejemplo) son partes tuyas que se ponen en juego para producir esta película que va sobre ti mismo, sobre tu vida. Quizás la sensación que te quedaba en el sueño al perder la carrera es una sensación que te resulta familiar. Quizás es la misma sensación de fracaso que tuviste cuando, en la vida real, suspendiste aquella oposición porque te preguntaron justo ese tema "resbaladizo" que nunca conseguías retener. Quizás en este momento de tu vida tienes la misma sensación de fracaso injusto tras un gran esfuerzo en otra circunstancia completamente diferente. Voila! Ahí puede haber un insight de los buenos, de los que te llevan a aprehender (atrapar) algo sobre ti mismo, a darte cuenta. Y aquello de lo que uno se da cuenta (se hace consciente) no vamos a decir que se solucione instantáneamente, pero de alguna manera pasa a estar integrado, y pierde potestad para manejar nuestra vida a su antojo (que es el pasatiempo favorito de las cosas de las que no somos conscientes).

                             

Pero, ¿por qué tenemos esa manía retorcida de contarnos a nosotros mismos las cosas a través de sueños más o menos bizarros si son partes de nosotros mismos? La clave está en que las cosas que nos contamos a través de sueños son cosas que nuestra mente considera demasiado peligrosas o amenazantes (o vergonzosas, o dolorosas, o...) para ponernos delante de ellas directamente. Al mismo tiempo, la mente necesita gestionar todas esas cosas que nos revolotean por dentro; así que decide "disfrazarlas" de tal modo que puede darle salida a un plato que, servido en el lenguaje del común de los despiertos, seríamos incapaces de digerir. La mente necesita llamar nuestra atención sobre lo que anda descolocado, pero es lo suficientemente sabia como para no arrojarnos nuestra verdad como quien manda a un elefante a una cacharrería. Por eso puede ser un recurso interesante en algunos casos bucear en los sueños de la mano de un terapeuta. Sería algo así como bucear con alguien que nos da seguridad por si aparecen monstruos marinos, y que además tiene una linterna potente con la que puede sugerirnos qué corrientes seguir en la exploración y cuáles quizás nos lleven a un buen arrecife, así como ayudarnos a sacar nuestras mejores capacidades como buceadores. Los sueños tienen, además, la ventaja de ser algo que se escapa a nuestro control, por lo que es fácil que en un sueño salgan nudos existenciales que la persona insconscientemente evita enfrentar cuando está despierta. Para un proceso terapéutico (o de crecimiento personal) esto es bocato di cardinale.

Los sueños son una llave más para abrir puertas que nos lleven a nuestro interior, una herramienta de las decenas de ellas disponibles para conocernos mejor. Son una producción constante, noche a noche, de información simbólica sobre lo que se mueve en nuestras entrañas en este preciso momento existencial de nuestras vidas. Cada noche, una oportunidad. Cada noche, claqueta en mano, te susurras al oído: "Silencio, se sueña".

lunes, 15 de agosto de 2016

Olimpiada emocional

Las nuevas tecnologías y las redes sociales, como muchas otras cosas en la vida, tienen sus luces y sus sombras, sus riesgos y sus oportunidades. No seré yo quien haga la ola a esa gente que pasa una velada con amigos pendiente del potencial nuevo whatasapp que pueda llegar a su móvil, me preocupa esa gente (que cada vez veo con más frecuencia) que cruza la calle sin mirar con los auriculares puestos y embebido en la pantalla del smartphone, y ya me he cruzado con más de una tribu de cazadores de Pokemon que me han obligado a esquivarles in extremis con la bici. 

Sin embargo, el otro día, al publicar una entrada en Facebook pensé en las potencialidades que tiene para la educación emocional del publico en general esa nueva opción que han puesto hace unos meses con la que, después de escribir tu más o menos trascendente texto, puedes añadir un "me siento...". No es que sea yo muy partidaria del exhibicionismo de lo íntimo, pero creo que, de una forma u otra, los que usamos esa opción estamos practicando un poco de gimnasia emocional. Y es que, cuando tocas al botoncito ese del "me siento" se despliega un menú de posibles estados emocionales para elegir tan amplio que cuesta decidirse. 





Y es ese momento, el de tener que elegir uno u otro, el que vale su peso en oro, porque obliga a hacer unas cuantas abdominales emocionales al invitarnos a bucear en la flamante producción de sentimientos y emociones de nuestro sistema límbico para decidirnos por una más precisa que otra, y hacerla de esta forma accesible a nuestra corteza cerebral. Y abdominal a abdominal es como se consigue "la tableta de chocolate".

Este pequeño ejercicio cotidiano de preguntarnos "¿Cómo me siento ahora?" (ya sea con este detalle tonto del Facebook, al repasar el día antes de dormir o en el camino de vuelta del trabajo) es bastante saludable para desarrollar la conciencia de lo que sucede en nuestro mundo interior. No por capricho ni egocentrismo, sino porque, como ya os conté en otro post, las emociones son información en estado puro, son un verdadero mapa con el que movernos por la vida, ya que nos informan de cómo nos afecta lo que nos sucede y de cuáles son nuestras necesidades más profundas, lo que en realidad queremos y no queremos. Por supuesto no se trata de hacer caso ciego a nuestras emociones (de ahí ha sacado el cine mucho crimen pasional que contar), sino de ser conscientes de lo que se cuece por ahí dentro, para después actuar como mejor nos parezca, dejando que la corteza prefrontal armonice y diga también lo que tenga que decir al respecto, encontrando por fin ese saludable equilibrio aristotélico. De hecho, era Aristóteles quien dijo aquello de que "enfadarse es muy sencillo; pero enfadarse con la persona adecuada, en el momento preciso y en la medida justa ya es más complicado". Se estaba refiriendo ya hace siglos a lo que hoy llamamos regulación emocional, una de las habilidades esenciales de la inteligencia emocional.

Pero, volviendo a los dominios del sistema límbico (las emociones), mucho más allá de las opciones que nos da para elegir el Facebook, nuestro sistema emocional es algo bastante complejo. Así, en aquel post, os hablaba de las emociones primarias adaptativas (aquellas que venían de un modo rápido, nos daban una información valiosa sobre cómo nos afectaba algo que nos estaba sucediendo y se disolvían también con bastante rapidez una vez cumplida su misión). Pero, según Greenberg (para mí el pope actual de las emociones), hay más tipos de emociones. Quería yo detenerme hoy un poco en hablar de las emociones secundarias. Ser capaz de distinguir si una emoción es primaria o secundaria es como subirle un punto de resistencia a la bici de spinning del gimnasio, así que requiere un poco más de entrenamiento. Pero nada no accesible al común de los mortales con un mínimo de capacidad de introspección. Ahí vamos.

Una emoción secundaria no es más que una emoción acerca de otra emoción. Así, podemos sentir vergüenza de que algo nos alegre (por ejemplo, sentir vergüenza por alegrarnos del mal de alguien), enfadarnos porque algo nos pone triste (por ejemplo, que un amigo consiga algo bueno para su futuro, pero que le/la aleja de nosotros) o sentir miedo a amar a alguien. Es como si hubiera dos "capas" emocionales diferentes. Y es importante distinguirlas, porque a lo mejor nuestro comportamiento y nuestra sensación es de enfado, por ejemplo, en el caso del amigo que se va lejos, y la gente de alrededor nos dice que estamos inaguantables últimamente. Y hasta que no vayamos un pasito más profundo en nuestras emociones y no lleguemos a ser conscientes de lo que en realidad subyace al enfado, que es la tristeza por la separación, ni el enfado va a pasar ni vamos a poder trabajar la pérdida que significa la marcha de esa persona importante. O sea, identificar cuál es la emoción primaria y cuál la secundaria es vital, porque sobre la que hay que trabajar, la que es nuclear y tiene la información más útil sobre lo que nos pasa a un nivel más profundo es la primaria; y dar con ella es la llave para entendernos, aceptarnos y tomar las decisiones más congruentes con nosotros mismos. En nuestro caso, si me dejo llevar por el enfado, a lo mejor decido no ver ni hablar a nadie (incluido mi amigo) o pagar con quien esté cerca mi mal humor. Si me hago consciente de que lo que tengo en el fondo es tristeza quizás pueda llorar lo que necesite llorar, despedirme de mi amigo/a como es debido y buscar la mejor forma de seguir en contacto con él/ella en el futuro si así lo quiero. Así que esto de las emociones es un ejercicio de buceo en muchos casos, de llegar más profundo y aprender a distinguir piedras de corales. 





Sea buceo emocional,  spinning límbico o tabla de abdominales facebookianas, no desperdiciemos ninguna oportunidad de entrenar nuestro sistema emocional. El oro olímpico de nuestra vida está en juego... y aquí no hay dopping que valga.